{mosimage}La Maldición de la Flor Dorada.
La épica del color y la sangre.
Si hubiese que ir a ver la películas en función de los premios que han recibido sus directores, las de Zhang Yimou serían de obligado visionado: tres nominaciones a los óscars (el primer cineasta chino en tan popular categoría) león de plata y de oro en Venecia, gran premio del jurado en Cannes, oso de plata en Berlín, premio Alfred Bauer… todo un historial
Zhang Yimou es pues, una cita obligada como lo son cada nueva producción de Almodóvar o de Woody Allen, por poner dos ejemplos altamente generalizados.
Cuando llegaron a nuestras pantallas las primeras películas de Yimou, aupadas por los premios más prestigiosos de los festivales europeos (y acompañadas de alguna que otra polémica con la censura en su país) todos entendimos que “Sorgo rojo”, “Ju Dou” o “La linterna roja” suponían la llegada de un gran cinesta, de un cine que nos avasallaba y que dejaba sin aliento sin necesidades de truculencias, más bien inundándonos de una poesía a la que no estábamos acostumbrados. Nos fascinó Yimou con historias que siempre giraban alrededor de la mujer, una mujer castigada durante siglos y que a pesar de todo se alzaba altiva y generosa por encima de prejuicios, esclavitudes y miserias del entorno; y la mujer que ponía rostro y una fuerza casi dolorosa a esos personajes era Gong Li, con quien el director tuvo una relación intensa de musa y pareja tan compleja y conflictiva como corresponde al mundo compartido por dos genialidades.
Para envolver a esas mujeres, el cineasta creó mundos entre lo onírico y lo real a base de colores y luces más propios de la pintura que del cine, ¿cómo olvidar los rojos de “Ju Dou” y las tonalidades vivas e intensas en la fábrica de tintes, por ejemplo?. Incluso en películas más secas, desérticas y arenosas como “Ni uno menos” la luz y sus matices impregnaban todo con su vivacidad y su delicado brillo.
Y cuando parecía que le habíamos cogido el tono a este cine y sus películas parecían menos exóticas y más cercanas, el director hizo un giro y se descolgó con títulos que poco a nada parecían tener en común con sus primeras obras: “La joya de Shangai” parecía un intento de revisar el thriller y el musical colocándolo entre elementos absolutamente chinos, un experimento a mi entender fallido que sólo provocaba el desconcierto. Y desconcertante me resultó también “Keep cool” especie de film postmoderno al estilo de los video-clips que lograba transmitir una profunda, densa y angustiante sensación de vida urbana sin posibilidad de escape.
Tras estos “experimentos” Zhang Yimou pareció volver a su cine original actualizando tiempo y decorados en “El camino a casa” y “Ni uno menos” aunque parecía que el viaje de ida y vuelta había dejado un tanto extraviada (quizás olvidada) su paleta de colores. Eran estas películas de corte intimista y silencioso donde se recuperaba el tipo de mujer que se enfrenta a mil y una realidades, pero su cine parecía haberse desertizado a la vez que se había abierto a los exteriores y ahora predominaban los ocres y los amarillos en un universo cromáticamente más relajado.
En estas llegaron “Hero” y “La casa de las dagas voladoras”; aquí uno no sabe si todo era una buena jugada de un luchador que ha decidido cambiar radicalmente de estrategia, campo de batalla y objetivo, o si simplemente el cine belicoso del autor de la “Quinta generación” había dado paso a producciones más acomodadas ideológicamente, con pretensiones económicas más elevadas y donde la forma se revaloriza en detrimento del contenido. Quizás el recuerdo me juegue una mala pasada y no sea cuestión de las obras sino de mi propio funcionamiento cerebral, pero de las dos películas que os digo sólo me queda el recuerdo de gente luchando y volando, de paisajes de color tan marcado que era poco menos que imposible asumirlos en su totalidad y de rostros estáticos en permanente enfrentamiento con alguien o con algo. No preguntéis cual era el argumento, ni el porqué de las acciones de los personajes, se me han debido quedar bajo el espeso manto de verdes bosques de bambú, dorados espacios otoñales y complejas coreografías de luchas entre tambores. Y que conste que disfruté del espectáculo.
Quizás porque le hemos cogido de nuevo el tono a la oferta, o porque la película es más nítida y reciente “La maldición de la flor dorada” me ha parecido que recupera la mujer fascinante de anteriores obras (Gong Li de nuevo) y con ella parte del dibujo de personajes que tanto nos fascinó en los años 90; sin renunciar a la fastuosidad de los decorados, la sublime utilización del color y la impecable presencia y disposición de elementos de elementos decorativos y arquitectónicos. Eso sí, al color y las luchas imposibles de “Hero” y “La casa de las dagas voladoras” se le suman aquí las batallas épicas con miles de contendientes, los rituales cotidianos de vestirse, comer o caminas de y entre cientos de sirvientes, y las intrigas palaciegas por el poder y la venganza claramente shakesperianas.
No sabría deciros si “La maldición…” es una buena o mala película, nunca he sido muy amigo de este tipo de clasificaciones y, además, ese aire de culebrón refinado que desprende toda la historia me resulta un tanto irritante y me distancia de lo que se ofrece en pantalla. Lo que sí parece seguro es que pretende ser una película grande (y lo es en muchos aspectos) con la que un gran cineasta parece haber querido realizar su gran obra, y que en tan desmesurado intento, lo que es grande se me queda lejano y lo que es épico me resulta frío y distante. Yimou no deja de asombrarme con una puesta en escena barroca y grandilocuente, pero de trazo milimétrico, impecable, aunque no logra arrebatarme el escalofrío o la emoción que una obra de este talante reclama. Y que conste que seguí disfrutando del espectáculo.
Si os gustó “Hero” y “La casa…” seguramente esta película os parezca una gran pieza, incluso una obra maestra. Si añoráis el cineasta de “Sorgo rojo” posiblemente tanta flor dorada, tanta armadura de diseño y tanto escote imposible os llegue a empalagar. Pero probadlo vosotros mismos que para gustos se hicieron los colores… y el cine.