Con fecha de caducidad

Con fecha de caducidad 

{mosimage}No hace mucho tiempo, cuando trabajaba con mis alumnos el cine, los medios de comunicación y la necesidad de ser crítico con ellos, solía proponerles un pequeño ejercicio: grabar varios reportajes sobre un festival de cine (generalmente Cannes) e intentaba que vieran la diferencia de enfoque entre un programa especializado (Días de Cine, Cinema 3 o similares) en el cual se hablaba de películas, directores, productores, actores, mercado…; un telediario con un enfoque más general, abierto y menos profundo; y un programa rosa o parecido en el que lo único importante eran las estrellas, sus vestidos y sus parejas.

Si tuviera que hacer lo mismo ahora, me pregunto si habría mucha diferencia entre el telenoticias y la prensa rosa; supongo que sería mucho más sencillo encontrar un programa no ya rosa, sino lila fuerte tirando a morado; y tendría que hacer un nuevo apartado para programas de nuevo corte, con apariencia de informativos, con ese periodismo de chirigota supuestamente ocurrente y mordaz y su eterna búsqueda del gag que, parece, se ha asentado en una zona más que significativa de la parrilla televisiva.

No es que sea yo muy asiduo de este electrodoméstico (creo que prefiero la nevera y el equipo de música) pero en mi casa (como en otras muchas) preside el salón y resulta muy fácil desparramarse en el sofá y dejarse llevar por cualquier insensatez, delirio, pamplina o engendro que se tercie.

En esas estaba un viernes de los de semana agotadora cuando e el ya citado aparato se ofrecía al respetable uno de estos programas pseudo-informativos: CQC, que, supongo, les resultará familiar. En el susodicho programa se prometía un reportaje (serio a la par que divertido, actual e imprescindible) sobre el festival de Cannes a punto de acabarse en esas fechas; como no tenía nada peor que hacer decidí esperar el evento.

Tras una ingeniosa frase que ya no recuerdo, el conductor/dire/jefe del cotarro dio paso a uno de sus lacayos que se había desplazado al país vecino con el firme propósito de cubrir el acontecimiento y hacernos con ello más sabios y (sobre todo) mucho más felices. El reportaje arrancó bien, ya que lo primero que nos ofrecieron fue un estrecho pasillo a base de vallas (como las que se usan para las obras de las calles) con una alfombra por la que se supone que pasarían los famosos y otras gentes de interés público y donde las diferentes prensas acreditadas tenían un lugar reservado para fotografiar, entrevistar o simplemente regalar unas gafas negras a la estrella de turno. La cosa prometía, no siempre se ve la parafernalia que los medios de comunicación de masas necesitan desplegar y, además, en un divertido error provocado (supongo) por el desconocimiento del idioma, el espacio se había reservado con un rótulo que rezaba “Caga  quien caiga”. ¡Qué bonito si después el cine o algunas de sus gentes hubiesen aparecido de alguna manera, pero no!.
Alguien debería haber recordado al señor del traje negro desplazado para el acontecimiento (tendré que acostumbrarme a llamarle reportero!) que el festival era de cine y no una función de circo; pero no parecía esa la intención y las órdenes de los responsables del programa debían ser tan estrictas que el trajeado y su anónimo cámara se dedicaron a perseguir a una chica muy mona que pasaba por allí y a dejarse invadir por un impresentable de traje amarillo, gafas grandes y con apariencia de encefalograma plano (a juzgar por lo que hacía y no decía) que no tenía ninguna gracia y muchísimo menos interés.

{mosimage}En estas apareció en escena y casi a traición una señora de gran energía que reclamaba la atención del reportero hacia un señor que estaba un poco más atrás y que llevaba un cacahuete enorme pintado como personaje de animación. Ante la indiferencia del señor de la tela, la señora  llegó incluso a amenazarle  con degollarlo si no sacaba al señor del cacahuete que seguía en “mode pause” en segundo término. Lejos de responder a los eufóricos requerimientos de la señora, al señor de la tele no le debió de parecer  suficientemente freake, o no lo identificó, o no le dio la gana de hacerlo, y el señor del cacahuete se quedó con su muñeco en un triste y desolador segundo plano mientras el señor de la tele seguía persiguiendo a la chica mona y el impresentable del traje amarillo se abalanzaba con canibalismo televisivo hacia el objetivo del anónimo y sufrido cámara.

El señor del cacahuete, al que la todopoderosa televisión negó (por obra y gracia de su reportero desplazado) su minuto de marketing y ninguneó sin atisbos de problemas de conciencia, se llama Juanjo Ramírez y el muñeco que llevaba entre manos era un personaje de una película de animación titulada  “Gritos en el pasillo” que se había estrenado el viernes anterior en una única sala de Cataluña. A Juanjo Ramírez no lo conozco y a la señora que buscaba desesperadamente un poco de propaganda (productora imagino) tampoco; pero su imagen relegada al silencioso fondo del plano, con su criatura en brazos me pareció más cercana a la de una madre que a la de un vendedor, y todavía la conservo.
Me hubiese gustado tener algún contacto con este hombre que ha sido capaz de de levantar una película con 6.000 euros, estrenarla en este país y viajar con ella a Cannes; como no era posible decidí que, al menos, iría a ver la película y hablaría de ella. Esto último resultó ser más imposible que lo primero: el film se proyectó una semana y desapareció de manera fulminante, supongo que como una víctima más de las grandes productoras que utilizan estas películas pequeñas para cumplir con la cuota obligatoria de cine comunitario y que el día que se estrenan ya tienen marcado el día de cierre; películas con fecha de caducidad, vaya. Sobre la película, ya veis, poco puedo decir pero en cuanto sea posible la alquilo, la compro o lo que sea.

Finalmente, en un intento de ser coherente conmigo mismo, pasé de arañas, piratas, lobos y caras famosas y me fui a ver “La soledad” de Jaime Rosales, una película en castellano, pequeña, íntima, árida, silenciosa, intensa y diferente; un film sobre la vida cotidiana, sus silencios, sus angustias y sus problemas; un film donde las pausas y los silencios son tan importantes como los sucesos y las conversaciones, sonde la muerte se cuela como una tragedia más, igual de silenciosa, igual de contundente. Y me fui a verla por cuatro razones: porque me apetecía ver la segunda obra del autor de “Las horas del sía”, por llevar la contraria a una industria que limita el concepto de entretenimiento a ínfimos niveles de creatividad, porque va bien ver una película diferente y no tener la sensación de que ya la habías visto, y porque igual desaparecía de cartel al día siguiente.

Vosotros y vosotras, como siempre, haced lo que creáis oportuna y más os venga en gana.