Homenaje a Eduardo Lerga

Niños que nacieron hombres

a Eduardo Lerga Ramón, trabajador del Ayuntamiento de Castelldefels

{mosimage}Se van muriendo poco a poco y sus esquelas no salen en los diarios, algunos antes de tiempo, antes de que la jubilación les llegue, o poco tiempo después, bromas macabras del destino, como si la cuerda se les hubiera acabado y no tuvieran fuerzas para afrontar el declinar de la vida con la compañera de siempre, para ver el crecimiento de los nietos, el vivir con una pensión más o menos digna. Sí, algo de eso hay, eran niños que nacieron hombres (es una frase robada de mi primo) y no hombres que nacieron niños, como el resto de los mortales, unas generaciones, las de los treinta y cuarenta, hurtadas de su tiempo de felicidad.

Es el caso de mi tío, Eduardo Lerga, que se murió de repente en la carretera que une Olivares y Sanlúcar la Mayor, Sevilla, la mañana del miércoles 11 de julio. Nadie pudo hacer nada. Se había construido un hermoso chalet en el campo a unos centenares de metros de allí, y lo cuidaba, cuidaba el huerto y las plantas y la piscina de agua fresca, yo he visto sus ordenadas herramientas en el garaje, algunas las habría utilizado horas antes. Se ha muerto cuando la casa y la finca estaban acabadas y brillaban más, no antes, no fueran a tildarle de dejar las cosas a medias. Pero no le tengan pena. Disfrutó de esa casa y de esa vida, de su mujer, sus cuatro hijos y sus cuatro nietos, y de unos amaneceres y unos atardeceres de tarjeta postal.

Mi tío, ya lo saben, no pasaba nunca desapercibido, como tampoco su sonrisa y su mirada brillante, ligeramente sardónicas (je, je, je). Tuvo una infancia muy difícil, alejado de sus hermanos y en especial de su hermana Rosa, cuánto lo ha llorado ella y su familia en Sevilla también, por eso buscaba en los demás el cariño y el amor que pocas veces tuvo entonces. Y lo hallaba. Apareció un día en casa como novio de mi tía Joaquina (¡qué gran mujer!) y se convirtió en nuestro tito (es curioso, no recuerdo haber jugado con mi padre y sí perfectamente nuestros juegos con él, cómo se reía de nuestros chistes de tebeo).

Trabajó en mil oficios, en Castellar del Vallès de mecánico en la Pegaso y de montador, donde tuvo tres de sus hijos. Yo recuerdo su etapa de comunista revolucionario, de agitador en manifestaciones de los setenta como las de Tarragona, perseguido por los grises y la policía, a un paso de entrar en la ilegalidad; y recuerdo, ya en Castelldefels, la etapa en la que participó en el movimiento vecinal, cuando empezó a trabajar en el Ayuntamiento y perteneció a la agrupación socialista, pero sobre todo, militando en la UGT. Porque Eduardo Lerga Ramón era, ante todo, un hombre que luchaba por sus iguales, muchas veces por encima de los ruegos de su familia. Sin embargo, para muchos en Castelldefels, mi tío era “el Conserje del Jacinto” (conserje con mayúsculas, lo siento, no puede haber ningún otro como él). Centenares de hombres que fueron niños lo apreciaron y se llevarán una sorpresa con la lectura de estas líneas.

Me gustó verle muerto, lo confieso, porque no lo parecía. Aunque los párpados cerrados escondieran su mirada brillante, sonreía como siempre, como pensando “que os lo habéis creído”. Sus hijos y sus sobrinos cargamos sus féretro al hombro hasta el cementerio y en el trayecto me consolaba pensando lo mismo, que allí dentro había un hombre que sonreía, como hizo siempre.

Murió en una carretera de olivos y árboles frutales una mañana radiante que amenazaba calor. En el cementerio de Olivares se empieza a secar una corona de flores con la bandera catalana. Murió en un lugar donde fue feliz. No era mi tío político. Nunca lo fue.