Veo, veo…

Veo, veo…

{mosimage}Veo cerca de mí a un vecino que pelea con otro como un gallito bravucón reivindicando unos centímetros de terreno que, supuestamente, le han sido arrebatados por una construcción reciente. No hay ni un gesto amable, ni un atisbo de civismo, tan solo un arranque de malsana envidia que no deja vivir al vecino “invadido”. Los dejo. Sigo caminando. A continuación, veo a una familia en bloque adornando los balcones de sus casas con trozos de tela kilométrica cargada de símbolos recién salidos del taller de confección. Gritan “Vivas” a su nación, lo hacen desaforadamente, como para que les escuche todo el universo; y a su paso por la garganta sus venas se hinchan como si de cuatro barras rojas se tratara, buscando reventar para lograr la ansiada independencia con respecto a la tráquea. Ahí los dejo, con el brote psicótico-nacionalista de querer dar la sangre por una patria en cuya tierra no hay ni una sola huella de alguno de sus antepasados.

Veo a una mujer que hace callar al resto de personas que la rodean, que arremete con su mirada agresiva ante el intento de otra madre de exponer un punto de vista alternativo. El insulto le sale por la boca, y sus labios parecen haber perdido la batalla hace tiempo. No pueden hacer nada por evitar el agravio gratuito. En el interior de esta persona la bilis ganó el pulso hace algunos años y, desde entonces, cuando las cosas van mal dadas, su boca no deja de emitir palabras malsonantes. No aportan ninguna solución para acabar con la crisis, pero eso que se ahorra en consultas al psiquiatra. La ira de esta pandillera con disfraz de dulce ama de casa está a punto de estallar violentamente. Me voy. No quiero que la sangre me salpique. 

Veo a un hombre del que espero una pregunta por la mujer muerta. Como respuesta, ni el más mínimo interés. La anestesia que todavía corre por sus venas debe de ser de la que habitualmente se les administra a los elefantes. Su corazón, duro como una roca, no parece haber sentido ni tan siquiera un leve pellizco con su pérdida. El aura de frialdad que envuelve su figura da miedo. En pocos segundos percibo que no hay nada nuevo en el horizonte. En realidad, nunca le interesó mucho la vida de la mujer muerta. Por eso, tampoco le interesa ni lo más mínimo el desconsuelo de aquellos que mueren en vida, llorando la eterna ausencia de la hija desaparecida. Me voy sin decir palabra. No puedo.

Enchufo la tele y veo al Dalai Lama dando algunas claves que nos pueden ayudar a encontrar la felicidad. Me gustaría creer que todo lo que dice procede de la experiencia propia. Tengo mis dudas. A esa misma hora, en otra cadena de televisión, veo cómo una supermodelo tensa y erguida como un espárrago alecciona a un grupo de vírgenes anoréxicas sobre lo importante que es subir y bajar correctamente una escalera. Sin el aprendizaje de esa dura tarea nunca podrán alcanzar la felicidad plena. La úlcera creo que no me va a dejar pegar ojo en toda la noche. Y veo, y veo, y veo… Y a veces me gustaría dejar de ver, aunque solo fuera por unas horas. No se arreglaría nada, pero soñaría que veo un mundo mejor.

Gregorio Benítez
benicoro@telefonica.net