A 80

A 80

{mosimage}La última gran aportación de nuestras autoridades para acrecentar nuestra sensación de bienestar –que ya es grande, muy grande- consiste en reducir de forma tajante el límite máximo de velocidad permitida en todas las carreteras que conforman el cinturón metropolitano de Barcelona. Castelldefels entra de lleno en ese “atractivo” plan cuya misión fundamental es la de reducir los niveles de contaminación ambiental y los accidentes de tráfico. No pongo en duda que la medida seguramente acabará ofreciendo buenos resultados estadísticos. Es más, casi estoy convencido de que si el límite de velocidad todavía se redujera más, por ejemplo a 50 km/h, estaríamos hablando de una siniestralidad 0 y de unos niveles de contaminación que ya querrían para sí en el desierto del Sáhara.

En mi caso y como usuario habitual de la autopista C-32 la medida me parece exagerada. En primer lugar porque con un límite de velocidad máxima de 120 km/h me gustaría saber cuántos accidentes provocan los conductores que respetan ese límite y cuántos los que sobrepasan con creces dicha limitación. Me da la impresión de que, al final, para obligar al conductor suicida de 160 km/h a que reduzca su nivel de adrenalina, acabamos pagando todos. ¿Que con qué pagamos? Pues en mi caso, por ejemplo, conductor habitual por las noches de dicha autopista, me veo obligado a conducir a 80 km/h a unas horas en las que no hay ningún tipo de incidencia de tráfico en dicha vía. El riesgo de somnolencia e incluso de accidente es aún mayor con dicha disposición ridícula. Ah, y no perdamos nunca la perspectiva de que estamos hablando de una carretera de pago, una de las autopistas más caras de España. Habrá conductores que después de haber soltado casi 6 euros en un peaje abusivo tendrán que soportar el tráfico lento y mortecino de esa misma vía tan solo unos kilómetros más allá.

Sobre lo de la contaminación ambiental deberíamos ir todos poniendo las cartas sobre la mesa y no esconder ningún juego en la manga. Al final, esto va a ser como lo de la parábola de Kioto. Léase: “Cuando soy la segunda autoridad política del país más poderoso y contaminante del mundo, me río del cambio climático. Y ahora que he abandonado la política y me gano la vida como conferenciante de lujo, me convierte al hippismo verde y hasta me conceden el Nobel de la Paz con mis charlas sobre los desastres ambientales que se ciernen sobre la humanidad”. Si de verdad queremos luchar contra la contaminación ambiental, por qué se permite que el parqué automovilístico se sature cada vez más con los vehículos más “sucios” que hay en el mercado, que son los grandes todoterrenos. Por qué no se limita su comercialización, por qué no se carga impositivamente a esos tanques de ciudad como sucede en otros países europeos. Si queremos respirar aire puro en nuestras ciudades, por qué no contamos con un sistema de carriles bici en cada una de ellas para promover el uso de ese transporte limpio. Si lo que se pretende es descargar el tráfico rodado de nuestro entorno, por qué no potenciamos en serio una red de autobuses, trenes y metro acorde con los tiempos en los que vivimos.