María, queridísima e inolvidable María

María, queridísima e inolvidable María

{mosimage}Ella me mira en la distancia. Es joven, muy joven y guapa, tiene los ojos grandes y su mirada transmite paz. La armonía de su semblante inspira ternura, más que concupiscencia o lascivia o cualquier otra sensación. Sonríe levemente, casi con timidez (pienso) y sus labios entreabiertos parecen que vayan a preguntarme algo que jamás tendrá respuesta.

Me doy cuenta de que lleva puesta una estrecha cinta en el pelo y sus cabellos rubios forman una lacia y larga melena, con raya en medio, que le llega a la altura de los hombros. Tiene, también, un hoyuelo en la barbilla, que hace a las personas guapas, como ella, más graciosas.

Sé que se llama María “queridísima e inolvidable María” y que su amado se llama Fortunato, nombre que, quizás, desde nuestro absurdo egocentrismo, nos parece algo chusco, pero que a ella seguro que le debe de parecer digno y apropiado, pues es el nombre de la persona a la que quiere.

Fortunato le dice a María que no va a poder estar con ella el día de Fin de Año lo que, lógicamente, le produce desasosiego y dolor: “Pues te quiero mucho, demasiado para ser posible. Si supieras cuan triste estoy al ver que estamos separados y no puedo decirte de palabra lo que mi corazón siente precisamente el día en que tú, tal vez, dejando a un lado las tristezas parezca que estás alegre, junto a los tuyos. Cuánta es mi pena y qué grande es mi deseo de que llegue la hora y el día en que estés conmigo. Poco me queda decirte, sino que  mi corazón experimenta un gran alivio cuando te mando mis recuerdos y quiero repetirte, hoy una vez más, que ni en un solo momento tu imagen querida se aparta de mi imaginación”.

Miro a hurtadillas a María y de pronto me doy cuenta de la tristeza infinita que le embarga. Estoy seguro de que siente cerca, a pesar de la distancia, a Fortunato y no sé por qué pero quiero creer que lo está evocando.

(Existes. Porque veo el rayo inacabable de tus ojos. / Y sé de tus oráculos. / De cuando invades la penumbra e iluminas la ciudad infinita / y me retomas desde un vaho de crisantemos.
Promiscuo sabor a ti. / A tus ojos como labios. / Me besas si me miras. Festejo la libertad de saberte. Malvasía en tus palabras. / Malvasía y domingos / en tus silencios. / Sólo te pierdo en la derrota. Me apasionas y te busco. / No te encuentro nada más / que en los recuerdos).

Sigo mirando a María, pero algo me dice en mi interior que no debo continuar haciéndolo. Que estoy, en cierto modo, violentado algo íntimo y sagrado y que debo guardar esas palabras y dejar de mirar a  María, de belleza sosegada, intemporal e ingenua. De sonrisa triste, lejana y de color sepia.

Antes de guardar la carta y la foto, miro la fecha en el desvaído matasellos del sobre, entonces noto un leve hormigueo en el estómago: Barcelona, treinta de diciembre de 1903.