El tren de las 3:10. Actualización del western
{mosimage}En más de una ocasión he comentado desde estas líneas el fenómeno de los remakes, y cuando lo he hecho (realidad obliga), ha sido para situarlos en las producciones made in USA (¿quién, si no, puede permitirse gastar tanta pasta en fotocopias?) y para poner de manifiesto la falta de creatividad y de riesgo de dicha industria. Pero no cabe preocuparse, que esta vez la cosa va por otros derroteros.
Afortunadamente, siempre hay una excepción que confirme la regla y, en este caso (el de los remakes), esta nos llega en forma de western, un género en horas bajas desde hace ya algunas décadas. “El tren de las 3:10” (en los originales “3:10 to Yuma”) es oficialmente un remake, una nueva versión de la película que dirigió en 1957 Delmer Daves con Glen Ford y Van Heflin en los papeles protagonistas; pero que bien podría considerarse más una actualización, una verdadera revisión de un clásico para adaptarlo a los nuevos tiempos y que, siendo fiel al original, se transforma en una obra totalmente nueva. Que cojan nota, pues, todos aquellos que, partiendo de obras anteriores, no pasan de la mera maniobra económica recaudatoria y el vulgar calco.
{mosimage}He de reconocer que la filmografía de James Mangold, director de este “El tren de las 3:10”, nunca me ha atraído demasiado y que ese aspecto que tienen sus films de artesanía bien elaborada al servicio de los grandes estudios no eran precisamente de mi interés. Pero los elogios y excelentes críticas que los entendidos han vertido sobre la película me han picado el gusanillo y, puesto que Clint Eastwood también firmó una excelente película con “Sin perdón” y que la cartelera no es muy prolífica en títulos interesantes, pues hubo que verla.
Mangold desarrolla un western oscuro, plagado de planos cortos que parecen huir de los espacios abiertos para imantarse de forma casi obsesiva a los rostros de sus criaturas. Sin olvidar que el cine es espectáculo sino potenciando las escenas de acción, el film se interesa más (como ya ocurría con el de 1957) por el conflicto entre los personajes que por los hechos y sus motivos; interesa la oposición entre el hombre honrado y el forajido, entre el ser íntegro por convicción y el malvado por voluntad, entre el padre de familia que no tiene nada y el jefe de los bandoleros que parece poseerlo todo. Pero lo que en un planteamiento más simplista devendría una lucha más o menos a muerte del bueno contra el malo, aquí se convierte en el estudio de dos seres contrarios, antagónicos que se complementan y que, definitivamente, no se concibe la existencia del uno sin el otro. Cinematográficamente impecable, el film sugiere tanto como muestra y siembra el metraje de miradas y lacónicos diálogos que, a la larga, configuran el universo y la esencia de unas criaturas densas, abocadas a su destino, trágicas, duramente humanas.
Valga aquí una pequeña comparación para ilustrar el tema: mientras en “La extraña que hay en ti” (Neil Jordan, 2007), el personaje de Jodie Foster acababa matando a un malo muy malo responsable de todas sus desgracias y al cual no conocemos y el público aplaude y se siente aliviado con la ejecución, aquí el hijo del protagonista encañona al malo muy malo (al que sí conocemos), pero su acción no libera al espectador ni hace divina justicia, sino que nos interroga sobre todo aquello que se ha ido planteando con anterioridad; una pequeña-gran diferencia.
No sé hasta qué punto la película es deudora del film que recicla, apenas recuerdo aquel western que vi hace muchos años, pero a mí me ha recordado al “Sin perdón” de Clint Eastwood, especialmente en el tono, la luz y el planteamiento inicial de los personajes; y encuentro que el personaje de Russell Crowe está bastante cerca del Anibal Lecter de “El silencio de los corderos” (en su maldad, no en sus fechorías). Y me ha encantado, me ha parecido una obra intensa, profunda, sólida y desgarradora, justamente los calificativos que le faltan a “Che, el argentino”… pero esa es otra historia.