La rutina
{mosimage}El otro día intenté zafarme del reloj rutinario que me atenaza, que controla mis movimientos, que hasta llega a marcarme cuándo, dónde y de qué manera debo sentir y querer. Lo hice sin vacilaciones, desde el momento en que pisé tierra por primera vez. Recién levantado, decidí cambiar el orden de las rutinas más tempranas. Alteré el guión, desayuné en primer lugar, luego hice la cama, me vestí y luego me aseé; por tanto, antes de ducharme tuve que desvestirme para luego vestirme por segunda vez… La falta de costumbre… Fue entonces también cuando me di cuenta de que no me había afeitado. Claro, como siempre me afeito antes de ducharme, y aquella mañana cambié la rutina; pero en ese momento ya no tenía margen para seguir innovando, el trabajo me llamaba.
Al ponerme al volante de mi coche decidí seguir con el experimento. Al trayecto habitual de mi llegada al trabajo le hice unos retoques de itinerario. Aunque mi destino estaba en Barcelona, el nuevo camino escogido excepcionalmente ese día me llevó a conducir en la dirección opuesta, es decir en sentido Sitges, durante unos kilómetros. Tardaría más tiempo pero seguro que la apuesta valía la pena. Nada más lejos de la realidad. En pocos minutos mi coche formaba parte de un monumental atasco, como consecuencia de unas obras que se realizan en esa carretera, en la que nunca suelo entrar a esas horas de la mañana. Evidentemente, como no paso por allí, no estaba informado de la excepcionalidad de dichas obras.
Una vez dentro del embudo, y sin posibilidad de escape, intenté relajarme –esto también formaba parte del experimento- y puse la radio. Pschit, quieto parado. Siempre con la tentación de sintonizar la emisora de siempre, a la hora de siempre, en el dial de siempre… La COPE, ¡Toma ya!. Me tragué media horita, sin anestesia ni sustancia dopante alguna, del talibán de las ondas, Federico Jiménez Losantos. Eso sí, lo mío me costó. Acabé con un mal rollo en el cuerpo y un dolor de cabeza del que tardé varias horas en recuperarme.
El resto de la jornada traté de seguir el mismo guión de nunca, es decir, hice todo aquello que habitualmente no hago. Comí verdura y pescado, en lugar de mi ración de carne con un buen pastel de chocolate de postre. El café me lo tomé descafeinado. A las primeras de cambio, utilicé el catalán como única lengua para dirigirme a todas aquellas personas con las que me encontraba. No hice ninguna llamada ni envié ningún SMS que no fuera estrictamente necesario. Dejé de fisgonear por Internet en las horas muertas, y en su lugar tomé un libro y me entregué a su lectura apasionada. Me fijé en la cara, en los ojos, de todas aquellas personas con las que me crucé en el restaurante, en el tren, en la calle.
Y el final fue desastroso. Con tanto cambio de rutina, se me olvidó recoger a mis hijos del colegio, mi mujer me montó una de órdago; al no llevar la suficiente cafeína en mi interior, acabé dando tumbos por la esquinas cuando ya la tarde languidecía; en las tertulias con los compañeros nadie me siguió el hilo porque cuando hablé siempre hice alusión al programita de Losantos y para colmo de males, mi estómago dijo basta a la hora de la cena. La nueva dosis de verdura con pescado me provocó una reacción intestinal que me hizo acabar el día en un servicio de urgencias. O sea, que por mucho que los psicólogos me vuelvan a incitar a participar en una aventura tan arriesgada como esa, aquí un servidor no vuelve a introducir unos cambios tan radicales en mi vida diaria. Firmado: un adicto a la rutina, es decir, un ciudadano tipo de este maravilloso siglo XXI en el que tenemos el “privilegio” de vivir.