Esther y Juan
{mosimage}(Hubo un tiempo no lejano, en que los españoles emigraban donde podían. La vida difícil y las privaciones de todo tipo les obligaban a ello. Ahora que la memoria es frágil y muchos se quejan de que vengan extranjeros a ocupar los puestos que no queremos, recuerdo en este escrito una despedida de alguien que tuvo que venir, como miles, a Cataluña en busca de una vida mejor).
Esther comenzó a desnudarse lentamente, casi recreándose, dejando caer encima de la silla cada prenda de su ropa. Al final se quitó el sujetador y, por un momento, los encajes guardaron las formas protuberantes de sus pechos. Su cuerpo quedó desnudo y el pelo rubio, liberado de la cinta que lo sujetaba, cayó sobre los hombros. Intentó sonreír, pero se le dibujó en los labios un rictus extraño. De un salto se metió en la cama. Se amaron sin tregua hasta que el sol entró por las rendijas de la persiana. Aquella noche fue la última que estuvieron juntos. Esa misma mañana Juan Antonio emprendió el viaje a Barcelona. El tren paraba en todas las estaciones y en todas subía un tropel de gente presurosa. Siempre era la misma escena: el tren se iba estacionando en el andén, lento y parsimonioso. Después, renqueante, volvía a partir. Después de muchas, muchísimas horas, vislumbró, a lo lejos, la ciudad. Enorme y ennegrecida. Sintió tristeza. Tal vez porque eran las últimas horas de la tarde y la luz del sol, ya muy tenue, se filtraba por el enrejado de la estación de Francia. Por el camino le escribió un poema a Esther que depositó en un buzón al día siguiente.
Si vuelvo de la ausencia,
es porque vuelvo
al filo encendido de tus brazos y a las horas apacibles
de tu memoria. Si vuelvo,
es porque todavía
el tiempo es nuestro
y dejé atrás
surcos como sombras,
que ocultaban
la tersura del olvido cierto. Si vuelvo a ti,
es porque te sé
fugaz como un suspiro,
como la transparencia de un sueño.