La casa de mi padre. Cuestión vasca
{mosimage}Siempre he sentido una cierta atracción hacia las películas que abordan el tema del conflicto vasco, independientemente del cómo y del “desde dónde”. Supongo que algo tienen que ver los años de adolescencia que pasé en Euskadi y que coincidieron con el fin del franquismo y los inicios de la transición, años convulsos y difíciles, especialmente para vivirlos desde la ignorancia y la ingenuidad de un crío de poco más de catorce; años que dejaron una marca intensa y una cierta sensibilidad hacia lo que ha ido pasando posteriormente en aquella tierra tan rica, peculiar y compleja.
Viene esto a cuento del estreno hace unos días de “La casa de mi padre” de Gorka Merchán, una película que aborda el tema de ETA desde el lado de los amenazados, perspectiva que viene siendo bastante habitual en buena parte de las últimas producciones sobre el tema: Gutiérrez Aragón lo hizo en “Todos estamos invitados”, Iñaki Arteta y Eterio Ortega en sus documentales “Trece entre mil” y “Perseguidos” respectivamente y Mario Camus en la muy estimulante “Sombras en una batalla”, entre otros.
No es que esperase gran cosa de la película de Merchán pero, al salir del cine, tuve la impresión de haber visto una cinta que parecía estar realizada por alguien ajeno a esa sociedad, no por un vasco; el film parece abordar el problema desde el exterior, como si se conociera de la existencia del conflicto pero no su profundidad, ni sus causas, ni sus complejidades; algo así como el Ken Loach de “Tierra y libertad” o “La canción de Carla”, un británico hablando de España o de Sudamérica y quedando a años luz de cuando habla de su propio país. En realidad “La casa de mi padre” aporta poco de nuevo y terminan haciéndose más patentes sus errores que sus aciertos, a lo cual ayudan más bien poco un cásting poco acertado, personajes faltos de un trazo mucho más intenso y un desarrollo llevado con cierta torpeza. La película, en fin, no termina de meterte en el corazón de la problemática que quiere plantear y cuando surge la tragedia, se ve más como una ingeniosa idea de guión (el suave reguero de sangre hacía la alcantarilla o los niños mirando tras el tiro en la nuca) que como el mazazo contundente y doloroso que debería haber sido. Resulta pues inevitable, tras su visionado, el recurrir a películas anteriores sobre el tema, dos de ellas producidas también el 2008 y con resultados notablemente diferentes:
La ya citada “Todos estamos invitados” (Manuel Gutiérrez Aragón, 2008) se centra en un personaje amenazado y dibuja con nitidez el vacío y abandono social que se genera a su alrededor y como se queda absolutamente solo ante una amenaza siempre latente y letal. Es lo que se pretendía y Gutiérrez Aragón consigue la atmósfera adecuada para que podamos sentir la tragedia cotidiana que supone vivir en esas condiciones.
“Tiro en la cabeza” (Jaime Rosales, 2008) es por su parte un ejercicio arriesgado y rompedor, a mi gusto excesivo y demasiado plano, pero que tiene el innegable valor de mostrar la realidad con una crudeza desalentadora (en todos los sentidos) y, aquí sí, el asesinato surge violento, desgarrador, atrozmente irreversible, terriblemente insensato, incomprensible.
Pero el director imprescindible en la filmografía que se acerca al terrorismo de ETA es Imanol Uribe. A principios de los 80 realizó “El proceso de Burgos” y “La fuga de Segovia”, títulos fundamentales de la transición y en 1984 “La muerte de Mikel”, película que abordaría por primera vez el conflicto desde una perspectiva social amplia y con una visión claramente crítica; a mi parecer, un film novedoso que marcaría cualquier acercamiento al tema. Diez años después estrenaría “Días contados”, film impresionante y acertado donde introduciría (entre otras muchas cosas) el personaje del etarra que toma conciencia de su error pero que no puede salir de la espiral en la que se ve envuelto.
Y el título imprescindible sería “La pelota vasca” (Julio Medem, 2003), documental en el que Medem intenta un estudio global del conflicto y que, a pesar de sus aciertos (notables), le faltó la perspectiva de los armados (todos) y de aquellos que repudiaron el producto desde incluso sus inicios y que declinaron su participación. Aun así, “La pelota vasca” sigue siendo la más didáctica e ilustrativa de todas.
Quedan otros títulos como “Yoyes” (Helena Taberna, 2000), “Ander eta Yul” (Ana Díez, 1989), “El viaje de Arián” (Eduard Bosch, 2000), “A ciegas” (Daniel Calparsoro, 1997) y algunos más que valdría la pena revisionar.
No es fácil abordar desde el cine el problema de Euskadi: su complejidad, su cercanía, su incrustación social y sus fuertes connotaciones políticas a diferentes niveles lo convierten en terreno de difícil exploración y aún más difícil puesta en escena. Por eso (entre otras cosas), “La casa de mi padre” sabe realmente a poco, a casi nada.