Déjame entrar
{mosimage}El terror es uno de los géneros cinematográficos que actualmente menos me atrae, supongo que porque últimamente apenas proliferan cintas de este tipo que no vayan encaminadas a un público adolescente, asustadizo, poco exigente y con ganas de chillar entre bocado de palomitas y trago de cola. En general estas cintas no me dan miedo y algunas de ellas hasta me producen risa, cosa nefasta cuando se supone que se persigue el efecto contrario. También es verdad que, como en botica, dentro del cine de terror hay de todo y que desde los clásicos como “Nosferatu” hasta nuestros días se han producido verdaderas joyas: las de serie B encabezadas por los muertos vivientes de Georges A Romero, las versiones clásicas de Frankestein y Drácula, los ensayos transgresores de Polanski en su “Baile de los vampiros” o Abel ferrara en “The addiction”, las actualizaciones de “Entrevista con el vampiro” de Neil Jordan o el “Drácula” de Francis Ford Coppola; o para dejarlo más cercano: “Los otros” de Amenábar y “Rec” y todas las películas de Balagueró… en fin, buen cine a pesar del formato.
Ahora, cuando el panorama parece saturado entre el gore tipo saga “Saw” y los remakes de cintas coreanas que se confunden hasta en los títulos, aparece una cinta sueca titulada “Déjame entrar” sobre la cual se escriben maravillas: Guillermo del Toro dijo que era un cuento de hadas glacial, la crítica la ha calificado de poética, inquietante, terrorífica, intimista, vigorosa, bella, cruel, dulce, desmitificadora, innovadora… o sea, como uno de esos productos de obligado visionado.
Efectivamente, vale la pena saborear este exquisito plato incluso si no te atraen los ingredientes iniciales. “Déjame entrar” es una película de vampiros pero no es de miedo, es enmarcable en el género de terror pero no asusta, es gélida y austera en su planteamiento pero pura poesía en su resolución, es una historia de adolescente pero nada parecido a la historia típica de descubrimiento del mundo adulto. El film de Tomas Alfredson es una historia en la que se mezclan el amor, la fascinación y la dependencia entre un niño de 12 años y una niña que hace muchos años que tiene 12 años y que, ambos, intentan sobrevivir en un mundo que no está hecho a su medida: él no deja de ser la diana de todos los abusos y humillaciones de los compañeros de colegio y ella vive en un medio donde el hecho de alimentarse es un problema y una verdadera tragedia. Todo ello en la helada y oscura Suecia, en un paisaje de suburbio cubierto por la nieve y una ciudad silenciosa, desierta y anodina.
Alfredson se mueve siempre alrededor de niño protagonista, pequeño infeliz de moco helado, que tiene serias dificultades para relacionarse y sueña con una venganza más cinematográfica que real. Sin estridencias ni orquestas anunciadoras se nos introduce el personaje de la niña vampiro, primero lejana y enigmática, después cruel y seductora; y finalmente propone la asunción de los nuevos papeles de señor y siervo tras uno de los asesinatos más contundentes, devastadores y efectivos que he visto nunca.
Uno sale de la proyección con sensaciones contradictorias y no sabe bien de dónde proviene el aire gélido que te congeló el estómago y la ráfaga cálida que logró encenderte el corazón. Como espectador me quedan en la retina imágenes tan potentes como las texturas de las manos de la niña, el descubrimiento de su fragilidad acurrucada en la bañera, la sequedad del primer golpe devuelto sobre la nieve, la magnífica escena final que cierra con maestría un tratado sobre la dependencia afectiva. “Déjame entrar” es una película de amor y de supervivencia que no se parece a ninguna otra. Si leísteis algo bueno sobre ella, seguramente estaban en lo cierto.