De viaje
{mosimage}Confieso públicamente que, tras muchos años de un paréntesis que ni yo mismo entiendo, he vuelto a viajar en metro. Vaya por delante que mis horarios laborales no me facilitan ese tipo de viajes por Barcelona. Y por otro lado, creo definitivamente que Castelldefels le ha ganado el pulso a Barcelona a la hora de decidir el lugar en el que disfruto de mi tiempo libre. Es algo de lo que he tomado conciencia, viéndome a mí mismo por uno de esos lugares abigarrados de gente en busca de una parada que le devuelva a uno a la civilización al aire libre. Es curioso. Al volver a pisar el subterráneo de la gran ciudad he tenido un caudal de extrañas sensaciones. Iba por uno de esos angostos y eternos pasillos que comunican dos estaciones y lo hacía de la mano de mi hijo de 6 años. Durante muchos años, cuando estudiaba en la universidad, aquel lugar se convirtió en un paso diario obligado para un muchacho, que por aquel entonces solo llevaba como “equipaje” personal una maleta cargada de sueños.
El tiempo ha pasado. Mi vida se ha visto zarandeada por muchos vaivenes desde entonces. He avanzado en lo personal y en lo profesional, y evidentemente también he acumulado fracasos. Es ley de vida. Pero he crecido y desde este último día, enseñándole a mi hijo lo que es el Metro por dentro, me he visto mayor. Esto puede sonar a perogrullada. Quizá sea un ejercicio de confesión pública de mi propia inconsciencia. Es posible, pero lo expreso como lo siento. Caminando de la mano de Joel, dediqué unos segundos a repasar fugazmente la película de los últimos veinte años de mi vida. Fue en 1989 cuando entré por primera vez en la entonces llamada Facultad de las Ciencias de la Información, en la Universitat Autònoma de Barcelona. En ese repaso interior, con la ayuda del retrovisor de mi mente, visualicé muchos pasos perdidos en vagones de tren y metro, una larga lista de anhelos juveniles y un horizonte, el vital, que por aquel entonces me parecía infinito, inabarcable.
Y pensé que algo de aquella bendita inocencia y de auténtica ingenuidad que tenía entonces, algún día me gustaría verla reflejada en la adolescencia de mis hijos. Le apreté la mano con fuerza a Joel, le pedí que hiciera un último esfuerzo para alcanzar el vagón que estaba a punto de partir, echamos a correr y sonreí… El Tour de Francia nos esperaba en un día histórico para la ciudad de Barcelona. Hacía 44 años que la mejor carrera ciclista del mundo no pisaba su asfalto. Era jueves, día 9 de julio de 2009. Llovía a mares, pero las calles eran una fiesta. La gran ciudad recuperaba un evento deportivo inolvidable. Y al mismo tiempo, en esa jornada, yo tuve la sensación de recuperar una parte de mi memoria juvenil que, sin saber por qué, ha permanecido adormecida en mi interior durante varios lustros. Por eso quizá he dejado de ir en Metro. Por eso “abuso” del vehículo particular para desplazarme en mi tiempo libre por la gran ciudad. Lo reconozco públicamente. En ese sentido no me considero un buen ejemplo cívico. Y desde aquí entono el “mea culpa”. A partir de ahora prometo tomar conciencia de mis pasos olvidados, y a dedicar más tiempo a esas pequeñas cosas que te anclan a tu tiempo, a tu tierra, a tu paisaje más cotidiano. Lo intentaré.