Un día de verano

Un día de verano

{mosimage}Es verano. Hace mucho calor. Abro los ojos y busco la luz del día entre la penumbra de una débil oscuridad. En casa no hay actividad. Son las 10 de la mañana. Fuera, el termómetro se despereza en busca de unos grados que desalojen el frescor matutino del ambiente. Mis músculos comienzan a responder a las primeras órdenes; son las más sencillas pero a su vez también las más costosas. No son horas.

Pasan unos segundos y mi organismo se encuentra ya preparado para buscar algo de vida inteligente, más allá de los límites de mi habitación. Subo al cuarto de los niños, le cambio el pañal a la pequeña, les preparo el desayuno a los dos, desayunamos también nosotros. Vuelvo a las habitaciones, las ordeno, recojo los “restos” de la fiesta de la noche anterior, y en casa comenzamos ya a planificar el día que se despereza.

Es verano. Sigue haciendo mucho calor. Estamos disfrutando de un nuevo día de vacaciones. Da gusto comprobar lo bien y lo afinada que suena la orquesta hogareña en días así. El estrés, los horarios, las prisas, el mal humor, los malentendidos, los agobios. Todo eso forma parte de un pasado que aparentemente resulta muy lejano.

A media mañana, es decir rozando el mediodía, busco mi primer destino lejos de casa. Voy a la farmacia. Queda cerca de casa, pero ni las distancias ni las colas me importan en esta época del año. Es verano. El día, como todos en este tiempo de receso, resulta maravillosamente tranquilo y relajado. El sol calienta el agua de la piscina, el mar se muestra generoso con su oleaje. Y en casa solo pensamos en aprovechar el momento ocioso.

Pero entro en esa farmacia, a escasos metros de mi casa, en Castelldefels, rodeado de un escenario, de un paisaje que no puede resultarme más familiar. Y allí me doy de bruces con la cruda realidad. Los farmacéuticos solo atienden a una persona en ese momento. Es una mujer que camina sin rumbo fijo dentro del comercio, no lleva calzado, un chorro de sangre mana de la frente y se extiende por su rostro. Tiene la mirada perdida y una niña de tres años a su vera.

Su marido acaba de agredirla y pide ayuda. Ha salido corriendo de casa, y el primer lugar en el que ha encontrado cobijo es esa farmacia. Me quedo petrificado, casi sin respiración, veo el miedo dibujado en su mirada. Su cara no deja de sangrar; la niña no sonríe, tampoco llora, solo aguanta de pie, cogida de la mano de su madre herida. Una dependienta marca el número de teléfono de los Mossos d’Esquadra y pide ayuda urgente. Todo pasa ante mi atenta mirada pero tengo la impresión de que nadie se ha percatado todavía de mi presencia allí. En pocos segundos reclaman mi atención desde el mostrador y me atienden con los nervios, todavía a flor de piel.

Salgo de la farmacia y tras de mí dejo una página de sucesos. Son los retazos reales  de un suceso cruel, macabro, obsceno, nauseabundo, vil y cobarde. Cuando entro en el coche, me doy cuenta de que, a pesar de todo, la vida ahí fuera sigue siendo la misma que yo dejé hace algunas semanas, cuando salí por última vez de mi oficina. Hoy no voy a disfrutar ni del sol, ni de los niños ni del baño en la piscina. Hoy ese terrorista doméstico me ha enseñado a odiarle sin saber ni tan siquiera de qué vecino se trata. Ojalá algún día esa mujer recupere sus zapatillas perdidas, y con ellas su dignidad.