Mueres para vivir
{mosimage}Anochece. El verano ya es historia, aunque el ambiente aún es cálido. A ti, que eres una persona crepuscular, te encanta salir a pasear al ponerse el sol. Y el anochecer, dices, preludia siempre el nacimiento de un astro o la muerte de una flor, porque no hay cara sin cruz ni risa sin dolor. Al caer la tarde, se levanta una brisa singular que acaba por envolverte. No te resistes. Te sientes a gusto, pletórica, poderosa, diríase incluso que te crees inmortal, capaz de protegerte a ti misma y a los tuyos por siempre. Piensas en tu hijo, que esta noche te va a llamar… Al atardecer, te sientes renacer y nada ni nadie te pueden parar. Sin embargo, cruzas la calle, enfrascada en esos pensamientos, y tus ojos se cierran de golpe y no sabes bien por qué, qué es lo que te ha sucedido al iniciar el paso… Tampoco recuerdas quién eres y, de manera automática, intentas aferrarte al bolso y oyes, lejanas, una voces que te intentan tranquilizar. “¿Que me he caído…, de dónde?”, no comprendes lo que oyes y empiezas a sentirte muy relajada a pesar de que tu respiración se acelera sin control. Un largo reguero de sangre atraviesa silente la calzada. Intentas moverte pero te lo impiden las asistencias, decir algo pero te vence una inexplicable mudez. Cesa la brisa y las primeras estrellas brillan ya en el firmamento. Llega el otoño y nunca es buen momento para morir. Un minuto, un segundo más de vida, pides, antes de dejarte llevar. Ya nada importa. Todo ha terminado. Mueres para vivir. Y yo, en este mi otoño, nunca te voy a olvidar…