Atrapada
{mosimage}El invierno se empeña en mostrar su cara más cruda. Prácticamente no hay semana sin receso. El termómetro no entiende de descansos. Los indicadores, los ambientales e incluso los emocionales, acostumbran a navegar por el perfil más bajo en esta época del año. Es el momento quizá más propicio para la introspección, para el viaje interior, para meditar sobre la vida transcurrida y sobre la que nos queda por vivir. En uno de esos trayectos me encuentro al caer la madrugada, al ver despuntar el alba frente a mí. En la radio una voz grave me anuncia con rigor los titulares informativos del nuevo día. Al mismo tiempo, entre noticia y noticia, esa misma voz consigue dibujar una sonrisa en mi gesto.
Es un reflejo vital inequívoco. No hay amargura o contratiempo que no vaya acompañado de una dulce cucharada. El día a día también tiene reservado ese menú para cada uno de nosotros. Entre estos pensamientos navego cuando mi memoria se detiene en la laguna de los desaparecidos. La tengo siempre muy presente. Los rostros de las personas queridas que se fueron siguen ahí, acompañándome a diario, recordándome que algún día fueron importantes, enseñándome como se les puede tener desde la distancia sin caer en la fácil tentación del olvido.
Deambulo rutinariamente por ese camino que me lleva a diario del mismo punto de partida al mismo punto de destino, y unas horas después a la inversa. Y así en una rueda sin fin, en una sucesión de etapas en la que ya no me obsesiono por buscar una bandera de cuadros. Y todo acontece según el guión previsto hasta que una tarde del mes de enero la calle por la que siempre transito, esa puerta por la que paso a diario, sale en las noticias. Una mujer ha sobrevivido ocho días encerrada en el ascensor de su casa, en el barrio de Les Botigues, a escasos metros del lugar en el que yo resido.
Su historia resulta muy sintomática, a la vista de los tiempos que corren en nuestro entorno urbano. Una mujer, de mediana edad, que vive sola, queda atrapada en el interior de un ascensor en su casa. La vivienda se queda sin suministro eléctrico, y durante esa semana interminable, nadie la echa de menos ni entre el vecindario, ni entre sus amistades, ni tan siquiera en su círculo más íntimo de familiares. Al cabo de ocho días son precisamente unos familiares de Madrid los que dan la primera voz de alerta. Y cuando la policía acude a su hogar la mujer se halla en estado grave por deshidratación y desnutrición. Su vida no está en peligro, pero… ¿y su salud mental? Atrapada en una acomodada vivienda unifamiliar, a las afueras de la gran urbe, rodeada de personas pero ninguna allegada, oyendo pasar a vecinos como yo a bordo de sus coches. Todos pasando por delante de su puerta, día tras día, sin saber que en el interior de aquella casa una mujer pedía socorro sin que su grito surtiera efecto alguno.
Historias como estas me hacen ver que quizá estemos perdiendo instintos a la par: por un lado, el de tener adiestrado nuestro oído para atender a las voces de nuestro entorno más inmediato; y por otro, el de saber tejer una red de ayuda como las que se trenzaban tiempo atrás, cuando nuestros padres se reunían en torno a un grupo de vecinos y familiares a los que pedir ayuda en caso de necesidad.