Centro/Cine comercial

Centro/Cine comercial

{mosimage}Hace ya algún tiempo, la hija de unos amigos argentinos instalados en Barcelona llegó del colegio triste y llorosa, con uno de esos disgustos absolutamente infantiles de los que te echarías a reír si no fuera por lo mal que lo pasan las criaturas. Ante los requerimientos de sus padres, la niña acabó explicando el problema entre pucheros y lagrimones: “Todos los niños tenían pueblo y ella no tenía”. Yo, afortunadamente, soy de los que tienen pueblo, además por partida doble; y como no me ilusiona mucho eso de ocupar las vacaciones en viajes (prefiero viajar desde la butaca del cine, que no es lo mismo, lo sé, pero es mucho más cómodo, barato y variado),  suelo pasar unos cuantos días de vida rural y tranquila y de verdadero descanso. Lo único que echo de menos es no tener una oferta de cine mínimamente atractiva y poder aprovechar los días de asueto para ver parte de aquello que el trabajo y las obligaciones no te permiten a lo largo del año. Y es que hoy por hoy es fácil encontrar una sala de cine a no demasiados kilómetros de cualquier lugar donde te encuentres, pero lo que se encuentra siempre es lo mismo: multisalas, generalmente adosadas a centros comerciales, en las que se repiten, con terrible insistencia, siempre los mismos títulos. O sea, que en alejándose de la gran urbe (Barcelona, Madrid y poco más), la oferta es reducida (por no decir ridícula) e idéntica en todos los lugares. Menos mal que entre equipos A, airbenders, niños grandes y segundas veces, este año hemos encontrado en estos palacios de la cultura cinematográfica la última oferta la Pixar, todo un regalo para los sentidos y el espíritu. “Toy Story 3” es, tal y como anunciaba la crítica en su momento, una verdadera joya que nos vuelve a demostrar el gran cambio que la animación ha hecho gracias a esta factoría situada estratégicamente entre el clasicismo, la gamberrada y la genialidad. La película se disfruta como si fueras un niño, simplemente porque está bien narrada, los personajes están definidos como se debe, la trama tiene un ritmo impecable y el guión está simplemente perfecto; si a eso le añadimos algunos momentos de delirio como Buzz en plan romántico y andaluz, el Señor Patata con un divertidísimo cuerpo de tortita de maíz o el romance entre Barbie y Ken, tenemos un perfecto producto para toda la familia, a degustar en cualquier época del año acompañado o no de gente menuda. La pena es que películas como esta tendrían que ser la norma, el grueso de la programación y son, tristemente, la excepción. Ya de vuelta a casa, en estos últimos días de agosto me he ido, para compensar un poco, a ver ese cine más minoritario que nunca llegará a los centros comerciales y en el que encuentro ese producto diferente, que sorprende, que todavía no te han contado. Aprovechando que los Metropol recuperaban “La nana”, una película chilena de Sebastián Silva, me encontré con un film seco, sin concesiones, en el que se nos dibuja a una criada que lleva veinte años sirviendo en una casa y que vive como un verdadero trauma la llegada de otras criadas. Silva dibuja a su personaje entre la locura, la deficiencia y la dedicación al trabajo, sin caer totalmente en ninguno de ellos pero sin perder las características propias de todos ellos. Todo transcurre a base de miradas de soslayo (impresionante la composición de Catalina Saavedra), de pequeñas acciones que se repiten y deterioran las relaciones, de la fuerza de una costumbre que no se ve pero se intuye… y lo aparentemente banal se convierte en esencia de toda una vida. “La nana” es una película de apariencia sencilla y acción mínima, de esas que si entras en su lenguaje, topas con un cine denso, provocador, estimulante. También es verdad que las dos señoritas que había delante calificaron la película de “terrible y coñazo”, quizás porque deberían haber ido a un centro comercial, ¿no? Y para terminar de compensar, también fuimos a ver “El silencio de Lorna” de los hermanos Dardenne (los mismos que hicieron “La promesa”, “Rosetta” o “El niño”), especialistas también en la sordidez y la marginalidad. En este caso, el retrato de una chica albanesa que acaba de conseguir la nacionalidad belga y que ha de quedarse viuda para llevar a cabo un matrimonio de conveniencia con un ruso a cambio de una cantidad de dinero. Los Dardenne moderan aquí el uso de una cámara a mano demasiado inquieta en sus films anteriores, dejan respirar un poco más al personaje y se alejan agradablemente de su nuca, incluso eligen una protagonista atractiva a la que fotografían con cierta dulzura. En el camino pierden un poco la brutalidad de títulos anteriores y en algunos momentos el dibujo se vuelve aburrido y sin fuerza. Pero en general, la película nos ofrece un retrato bastante crudo y terrible de una sociedad viciada, deteriorada y con pocas posibilidades de humanización. Eso sí, absténganse los que no estén dispuestos a hacer un esfuerzo en su visionado.

Fernando Lorza