Un día cualquiera
{mosimage}Se despertó poco antes de las siete, una luz tenue empezaba a traspasar las cortinas de la habitación de matrimonio. Desconectó mecánicamente el despertador para no molestar a su esposa y a sus dos hijos. Se levantó como un día cualquiera y fue a la cocina a calentar el café con leche, que se tomó con unas pastas y después de asearse se vistió.
Era el mes de abril, pero las mañanas en Valladolid eran crudas todavía, se puso una cazadora gruesa y cogió la bolsa con el bocadillo para almorzar a media mañana. Se acercó a su esposa silenciosamente y le dio un beso en la frente para no despertarla, después pasó por delante de las habitaciones donde sus hijos dormían y con una sonrisa se dirigió a la puerta de la calle.
Al salir de casa notó el frío de la mañana y se subió el cuello de la cazadora; como la obra en la que estaba trabajando estaba en las afueras cogió el autobús en una parada cercana. Se sentó y se puso a mirar por la ventana a los transeúntes encogidos de frío que caminaban rápidamente cada uno a su destino como alma que lleva el diablo.
De repente, sin saber cómo, le vino a la memoria que con 24 años (hacía ya 30, cómo pasa el tiempo) había pasado unos días de vacaciones en Castelldefels en casa de sus tíos y recordó aquella noche en que subió a un baile que hacían en el castillo y el chaparrón que cayó cuando volvía, llegó a casa hecho una sopa.
Se puso a observar a los pasajeros del autobús, iban unos dando cabezadas, otros leían algún periódico, otros miraban por la ventana, todos tenían en común la seriedad de las caras y los párpados hinchados todavía por el sueño recién abandonado.
Después de veinte minutos de trayecto llegó a la obra en la que trabajaba como albañil. Se dirigió al vestuario y abrió la taquilla, allí depositó la bolsa con el bocadillo, sacó el mono de trabajo para vestirse y, tras dejar su ropa, cerró la taquilla con una llave diminuta.
Estaba levantando una de las paredes de los bajos del edificio con ayuda de un peón, iba colocando cuidadosamente cada ladrillo como lo venía haciendo desde hacía años. Le despidieron de joven de la ferretería donde había comenzado de aprendiz y tuvo que buscar trabajo en la construcción, pero de eso hacía tiempo y ya se había acostumbrado a trabajar a la intemperie y a soportar el duro frío del invierno y el húmedo calor del verano.
Como el peón había salido de la obra a hacer un encargo se dirigió él personalmente a buscar una herramienta, cuando pasó debajo de la grúa que estaba transportando un recipiente de madera con material, escuchó un fuerte latigazo y la voz de su compañero el oficial gruista que le gritó: ¡Cuidado, José María!
Cuando miró hacia arrib,a vio óomo en una fracción de segundo se había soltado uno de los cables de sujeción del recipiente, que se balanceó un instante para caer rápidamente sobre él. La última imagen que vio fue la de una foto que había en el comedor de casa donde aparecían él, su esposa y sus dos hijos; más tarde, entre la conciencia y la inconsciencia, notó cómo le llevaban hasta la ambulancia y el aullido intermitente de la sirena.
Este relato está basado en lo sustancial en hechos reales, se lo dedico a mi primo José María, que falleció este año, cuatro años después del accidente, sin llegar a recuperarse nunca de las gravísimas lesiones sufridas.