No tengas miedo

No tengas miedo

{mosimage}Suele decirse que una imagen vale más que mil palabras, pero después de ver “No tengas miedo” de Montxo Armendáriz, uno sale con la sensación de que, a veces, un silencio vale más que mil imágenes. Y es que en esta última obra del director navarro, hay silencios tan elocuentes que explican toda una historia y otros tan terribles que nos hacen ver con meridiana claridad la profundidad de la tragedia. Los silencios de Silvia, la protagonista, nos muestran las terribles consecuencias de unos abusos cometidos en el seno familiar y, sobre todo, las enormes dificultades que encuentra para reconstruir una vida hecha añicos y el enorme valor que se necesita para cerrar página y empezar de nuevo. Los silencios de Lluís Homar, el padre abusador, nos abren una dimensión del personaje en la que, sin justificarlo ni redimirlo, se nos plantea un hombre atormentado, víctima de su propia maldad, encerrado inexorablemente en su propio infierno y, a la postre, un personaje alejado del maniqueísmo y al que no se demoniza pero del que tampoco se compadece. Y  los silencios de Belén Rueda, la madre que no actúa ni interviene, personaje sobre el que nos cuestionamos su actitud a lo largo de la película y que en una escena, en una conversación, se nos dibuja y entendemos, aunque (como en el caso del padre) ni aprobamos, ni compartimos, ni perdonamos.

“No tengas miedo” es también una película de voces: voces tranquilas y serenas, que ponen muy alto un grito de alerta ante una situación terrible por desgracia demasiado frecuente. Está la voz de Maite, la amiga de Silvia, que a través de su piano comparte una estrecha amistad y una profunda complicidad con ella (excelentes las interpretaciones a dúo de piano y violoncelo, especialmente la que Silvia se va de manera inconsciente de Falla a Bach). También la voz de la psiquiatra, ese personaje que la empuja a salir de la oscuridad con la mano firme y segura (curiosamente sin abrazos) del buen especialista que conoce su trabajo y cree en lo que hace. Y las voces del grupo de terapia, que son las voces de las víctimas: de todas las edades, de todos los acentos y de todas las situaciones…, que se erigen (como lo hace el film) en la voz de todos aquellos que la perdieron tras perder su infancia, su humanidad y buena parte de su alma.

Armendáriz hace una exposición desde una documentación exhaustiva de años. Se aprecia y se agradece la complejidad del tratamiento y los múltiples factores que se exponen. Y lo hace con un planteamiento cinematográfico excelente, diríase tras el visionado que el único posible: con una cámara siempre a la altura de los ojos del personaje, siguiéndolo constantemente sin abandonarlo, en una especie de plano-secuencia fragmentado que nos obliga a compartir todos los detalles de la terrible historia que se nos narra, pero manteniendo la suficiente distancia y el equilibrio emocional  para no dejar de ser los espectadores que somos; así, compartimos sus miedos, sus ataques de angustia, su enganche a las tragaperras, su dolor en las relaciones, sus huidas a ninguna parte… Consigue el director una película tierna pero contundente, sensible pero no sensiblera ni melodramática, terrible sin caer en el espectáculo morboso, sutil y triste pero clara y comprometida; porque el film no juzga ni crea culpables expiatorios, aunque tiene muy claro desde qué posición se plantea.

Ayuda a todo ello la sutileza de las interpretaciones del trío protagonista, precisas y contenidas; los elementos de la historia que funcionan como hermosas metáforas: el violoncelo con el que siempre carga, las notas que deja y que nunca leemos…, la estructura fragmentada en tres épocas diferentes y puntuadas con las sesiones del grupo de terapia; una Pamplona lluviosa que sirve de decorado perfecto para universalizar la historia; y un guión excelente, tanto trabajo antropológico como cinematográfico, que dota a la película de una extraordinaria veracidad.

Una obra para sufrir y disfrutar y recordarnos que no hay peor infierno que el que se crea en el interior de la propia casa.

Fernando Lorza