Pistoleros y cuentos chinos
{mosimage}Hay películas que arrancan de ideas o situaciones realmente interesantes, ingeniosas y atractivas, aunque muchas de ellas se quedan finalmente en eso, en idea. Las dos cintas de las que quisiera hablar en estas líneas no sólo tienen un punto de inicio interesante sino que, además, construyen a partir de él una historia y unos personajes atractivos. “Blackthorn”, de Mateo Gil, inicia su historia a partir del hecho de que Buch Cassidy no murió en el tiroteo de 1908 con el ejército boliviano y que, 20 años después, decide salir de su reclusión y volver a casa. “Un cuento chino”, de Sebastián Borensztein, parte del improbable suceso de una vaca que cae del cielo y lo hace justo encima de una barca de enamorados. De entrada…, interesante, ¿no?
Mateo Gil utiliza esa supuesta “resurrección” para crear un western que se apunta (con todas sus consecuencias) al género que, en tono crepuscular, ya han visitado los Coen (Valor de ley) o Clint Eastwood (Sin perdón) entre otros. “Blackthorn” es una película de gente aplicada, de cineastas que hacen bien los deberes: Mateo Gil juega con los mecanismos del género con destreza y buen tono y su película nada tiene que envidiar a las producciones USA; la fotografía se ajusta a los parámetros precisos para potenciar el paisaje, los desiertos, el polvo, el frío o el declive de los personajes; la banda sonora suena a western pero con un punto de modernidad que la hace atractiva y funcional; y los actores están impecables: Sam Shepard carga con casi todo el peso del film y eleva el resultado en un composición precisa, de maestro; Eduardo Noriega asume su papel de segundón y sale bastante bien parado de un duelo en desigualdad de condiciones; y Stephen Rea da a su personaje la profundidad suficiente para que, siendo casi anecdótico, resulte enriquecedor y trascendente. Y, sin embargo, a pesar de toda su corrección (o quizás por ello) y de sus buenas maneras, la película no termina de entusiasmar lo que debiera y deja un ligero sabor de insatisfacción. El alma de las películas, ese halo que se te cuela por los poros y que te llevas enganchado después de la proyección, no es una cuestión de manual y sólo se consigue cuando el cineasta conecta con el espectador a través de su obra y lo atrapa arrebatándolo del espacio negro de la sala. Por alguna razón, Mateo Gil se queda a un paso de esta conexión total y su película (correcta, atractiva, hermosa, impecable) se queda (se me quedó) algo alejada, un tanto distante y fría. Supongo que es un film hecho desde la cabeza y quizás debería haber salido del corazón (o de las tripas, a saber) aunque ello hubiera supuesto un producto final más imperfecto. De todos modos no se tomen el asunto como una descalificación y, si les gusta el western (especialmente este más pausado, intimista y decadente que se hace últimamente) disfruten de una Bolivia espectacular, de una trama interesante y muy bien urdida, y de unas actuaciones excelentes (de la versión doblada, igual que hace Carlos Boyero, yo tampoco respondo).
Por otro lado, “Un cuento chino” también me parece un título muy recomendable. El film de Sebastián Borensztein, como el de Mateo Gil, arranca de un hecho improbable y acaba teniendo la credibilidad de lo que ha sido narrado e interpretado con maestría. “Un cuento chino” también se sustenta en una excelente construcción de personajes (especialmente por parte de Ricardo Darín) que al fin resultan ricos en matices, creíbles y valiosos. La acción es mínima, de hecho pasa más bien poco, pero no importa, cuando la película acaba uno se queda con el sabor del engaño agradable, con una historia para recordar y unos personajes que resultan más cercanos y conocidos que en el comienzo del metraje.
Las dos películas nos hablan de la amistad, de los códigos que hay que respetar, del peso del pasado, de la mirada final hacia el futuro. Y las dos tienen su punto más débil en esos flashback que aportan más bien poco y que, en cierto modo, lastran el ritmo de lo narrado. Dos películas que, creo, valen la pena.
Fernando Lorza