La fábrica de hielo
{mosimage}Tenía seis años y era bastante esmirriado (cosa que solucionó sobradamente de adulto). Cuando llegaba a casa del colegio Eduardo Marquina de Sant Adrià de Besòs con su madre ella le preparaba la merienda. Ésta muchas veces consistía en una rebanada de pan untada con mantequilla y cubierta con azúcar que le recordaba la escarcha de las heladas en el pueblo de sus padres.
A la hora de la merienda entraba el sol por el balcón que daba a la Gran Vía, era la hora del atardecer. Cuando acababa se iban a buscar a su padre al trabajo. Trabajaba en una fábrica de hielo en la calle Puigcerdà de Barcelona, no era como la fábrica de chocolate que vería de adulto en una película, pero a él le parecía fascinante y misteriosa.
Al lado de la fábrica de hielo había una donde trabajaban con goma y recauchutados. En muchas ocasiones cuando llegaba él con su madre salía un trabajador con la cara tiznada de negro que le asustaba y se agarraba a la cintura de su madre. El hombre al darse cuenta se limpiaba con un pañuelo y le sonreía hasta que al final se fue acostumbrando y se hizo amigo de él. Cuando salía su padre a la puerta de la nave y les veía se unía a ellos y charlaban un rato. Como sus padres tenían amistad con él y su esposa ya que a veces se encontraban allí, ésta le tejió un jersey azul de lana que usaba los domingos.
A la fábrica se entraba por dos puertas grandes de madera que se abrían para que pudieran entrar los camiones que repartían el hielo a bares y tiendas de la zona. Al fondo de la nave había una ventana por la que se servía el hielo en trozos pequeños para las neveras de los hogares, todavía había pocos frigoríficos eléctricos y la mayoría de la gente usaba el hielo para enfriar las neveras que sólo hacían de aislante.
Para trocear las barras, que eran bastante largas, se colocaban sobre una plataforma y se cortaban con una especie de guillotina que consistía en un marco metálico con una palanca larga que accionaba una cuchilla dentada que se clavaba en la barra y acababa partiéndola. Al niño le encantaba ver como su padre accionaba la palanca y partía las barras, luego colocaba el trozo de hielo en los cubos que la gente traía para poder llevárselos.
En la parte de arriba estaban los tanques de agua que se congelaba haciendo pasar amoniaco por tuberías, toda esa zona estaba cubierta de unos tablones de madera que cubrían los moldes donde se formaban las barras. A él le gustaba subir allí, pero su padre no le dejaba porque siempre había alguna tabla fuera de su sitio para comprobar el estado de congelación y existía el peligro de caerse o resbalarse.
En la parte de delante, donde entraban los camiones, había unas cámaras frigorífica muy grandes para guardar las barras hasta que se cargaban en éstos para su reparto a los diferentes establecimientos, especialmente bares, que usaban el hielo para enfriar sus productos y también lo vendían a sus clientes para las neveras.
Su padre al poco rato de llegar ellos se aseaba y se vestía la ropa de calle. Volvían a casa dando un paseo, él en el centro agarrado de la mano de su padre y de su madre. En verano el sol lamía todavía los tejados de las casas y parecía que el tiempo no existía. Eso debía ser lo más parecido a la felicidad.