The Picture of O. Wilde
{mosimage}La soledad de las horas mudas, de su ausencia prolongada en las noches y en los días de asueto, le fue abriendo los ojos a la realidad del momento. La imagen pálida de Lady Maxy, con hierro candente, se le había marcado en la piel y creía escuchar aún sus pasos de luz por la buhardilla, al romper el alba, cuando las primeras golondrinas salían a inaugurar el día. De nada servía ahogar su recuerdo en los vapores del alcohol o en otras pieles portuarias… Con fuerza, los breves pero intensos episodios vividos con ella se le iban reproduciendo en su atormentada cabeza, apenas ya sin control de sus pasiones. El famoso actor de teatro, Victor Roussean, pensó en abandonar Inglaterra durante un tiempo, embarcarse quizá a otro continente, subir a la montaña mágica y bajar de ella limpio, con afán renovado de eternidad y romper así las cadenas del hedonismo que, día a día, le iban corrompiendo el alma y los sentidos. La joven lady, ajena por completo al desvarío de su amigo, había sufrido tiempo atrás un desengaño amoroso del que ya estaba totalmente restablecida. Su vida volvía a brillar en los salones de la aristocracia, y si bien hubiera caído rendida en brazos de Roussean, se había dado cuenta, a pesar de las cartas encendidas que siempre guardaría de él, de que su mundo era otro, de que los espacios oníricos que le proponía aquel hombre no eran más que fuegos fatuos en el fondo. Y, sin embargo, sabía que siempre lo apreciaría. Años más tarde llegó la noticia, publicada en la prensa, de que Victor Roussean había muerto decapitado en la Gran Guerra, de que unos mercenarios le habían cortado la cabeza y la habían dejado desangrándose sobre una bandeja oxidada de campaña, en una terrible escena recreación indigna del mejor final de la “Salomé” de Wilde.