Domingo de playa

Domingo de playa

{mosimage}A principios de los años 70, tendría yo unos diez años, casi todos los domingos del verano, mis padres mi hermana y yo nos íbamos a pasar el día a la playa. Nos levantábamos a eso de las diez, desayunábamos, preparábamos los bañadores y nos íbamos caminando.

Como vivíamos en la calle Iglesia, cuando llegábamos a la Plaza, girábamos a la derecha en la Avda. Santa María y luego doblábamos a la derecha por Avda. Constitución (antes Vía Triunfal). Al llegar al Gil, como decíamos nosotros (Los Dos Caballeros), encargábamos un pollo a l’ast para no tener que hacer una larga cola al volver.

Después tomábamos la  Avenida de la Pineda hasta llegar a la esperada playa. Caminábamos a la sombra de los plátanos hasta llegar a una especie de caseta del CIT (Centro de Iniciativas Turísticas de Castelldefels), que estaba junto a la Autovía antes de cruzarla. Por supuesto, no había ni gasolinera, ni puentes, nada de lo que ahora vemos. Cruzarla era una auténtica odisea, ya que no había semáforos, pero al final se conseguía.

Al otro lado de la Autovía había muchos pinos piñoneros en grandes torres que sorprendían mis ojos de niño; cuando volvíamos, recogíamos unos cuantos piñones y nos los comíamos en casa. Hace tiempo que no los como, pero recuerdo el sabor de aquéllos como si los tuviera en la boca ahora mismo.

Por fin llegábamos al final de la calle Once, donde estaba el Restaurante Pineda, allí nos descalzábamos y entrábamos en la arena con la sombrilla, los cubos y las palas, los flotadores, las toallas, etc.

Como íbamos un poco tarde, solía estar ya llena de gente, pero procurábamos buscar un sitio algo cerca de la orilla para estar más fresquitos, a los tomadores de sol les gustaba ponerse más atrás.

Yo, nada más llegar, me quedaba en bañador y me metía en el agua, no sin antes comprobar mis padres que había pasado el tiempo prudencial desde la hora del desayuno para evitar los cortes de digestión. Si era demasiado pronto, me ponía a jugar con mi hermana con el cubo y la pala en la arena húmeda de la orilla.

Cuando ya no había impedimento, entraba en el agua muy despacio, siempre he sido muy friolero (me daba envidia  la gente que se tiraba corriendo y en plancha contra las olas); cuando me llegaba el agua a la cintura, me mojaba los hombros y la espalda y ya me sumergía.

Yo me pasaba todo el rato en el agua, no me gustaba ponerme al sol. Cuando ya nos íbamos y salía de ella, tenía las yemas de los dedos arrugadas de tanto estar dentro.

Recogíamos todo y hacíamos el camino a la inversa hacia casa, como no había duchas en la playa, nos llevábamos parte de la arena pegada en la piel. Estábamos deseando llegar a casa para ducharnos.
Después nos comíamos el pollo a l’ast y nos echábamos la siesta un rato. En aquella época mi padre trabajaba los sábados y era el único día libre que tenía, así que había que aprovecharlo. Tras la siesta, nos arreglábamos y subíamos hasta el Castillo, en frente estaba el bar “El Torreón” y allí tomábamos unos refrescos. Regresábamos a casa dando un paseo y acabábamos el día con una cena ligera, ambientada por los numerosos mosquitos  que cubrían profusamente el techo del comedor. Qué tiempos aquellos, ha llovido mucho desde entonces.