Dormidos
{mosimage}Oigo mi propia respiración, pero al mismo tiempo la noto ajena. La sensación se repite tarde tras tarde. Mi cuerpo está como inerte. En mi mente una parte lucha por imponer la consciencia, pero esta vez –y ya van muchas- vence el lado oscuro de mi cerebro, ese que siempre acaba apagando todas las luces, a cualquier hora del día y de la noche. Una mosca revolotea por la habitación. Está haciendo una maniobra de aproximación sobre la pista de mi pecho. Pero finalmente desiste, aborta el aterrizaje y de paso prolonga su vida en algún minuto más. Tengo la sábana húmeda de sudor. Y eso que la persiana resiste las embestidas silenciosas del Sol. Fuera, en la calle, el asfalto entra en ebullición.
Y a un metro de mí, posando elegantemente a mi vera, el botijo, con esa silueta rojiza tan sugerente, anunciándome el chorro fresco que va a apagar la llama que abrasa mi gaznate. Ha llegado el momento. Entreabro un ojo, solo uno, el izquierdo, que es el que tiene en el punto de mira el botijo. Un golpe de fuerza impulsa mi brazo hacia el objetivo; lo levanta, lo inclina y ahí esta: el hilo transparente, la fuente de vida, que me saca de la zozobra… Y vuelvo al sueño profundo, al amodorramiento voluntario, a la incapacidad para hacer algo de provecho durante una hora.
Eso que siento yo en la ceremonia de la siesta, cada tarde de verano, es lo que hacemos ahora colectivamente. Pintores, sastres, parados, policías, jefes, autónomos, médicos, actores, etc. Todos los contribuyentes. Absolutamente todos. Lo llevamos haciendo unos meses, pero lo hacemos todos los días del año y a todas horas. Sesteamos. Dormimos. Vivimos casi sin pulso. Y mientras, la clase política y el gran capital despedazan el mundo perfecto en el que creíamos estar viviendo. Cuando nos despertemos, quizá ya sea demasiado tarde.
twitter: @goyobenitez