Orígenes

Orígenes

{mosimage}Poesía
Padezco, con frecuencia, la presión de las palabras. Dudo un instante e intento ignorarlas, pero las palabras tenaces, se propagan relampagueantes por mi cerebro y quieren que las muestre. Intento coordinar los sustantivos, los verbos, los adjetivos, los pronombres, los adverbios…, pero vienen en tropel; me apabullan, me confunden y no acierto a ubicarlos. Poco a poco, las emociones se serenan y surge la precisa belleza. Aparecen tímidamente los arpegios, las crisálidas, las magnolias, las azaleas, las lilas, las aliagas, las besanas, los nenúfares, los céfiros, los solanos, los azules sin fin, que van encajando en el blanco, como encajan las manos cuando se estrechan cálidamente.

Quizás, lo más difícil de la escritura es conseguir el ritmo. A menudo me agota y me hace dudar de que exista lo que, impropiamente, llamamos inspiración. Pero el ritmo, como un susurro, va apareciendo y se hace presente y cadencioso en cada término, para acabar como una melodía que configura y sostiene como un esqueleto la íntima estructura del escrito. Cuando lo consigo, despierto, me miro y entonces comprendo por qué sigo vivo.

Acuarelas
Lentamente trazo las líneas y formo a lápiz un impreciso y dubitativo boceto. Preparo los sencillos pigmentos de las acuarelas. Con mis colores favoritos: violeta cobalto, gris payne, azul ultramar, rojo cadmio, ocre oro, tierra sombra, negro óxido de hierro o amarillo limón, me recreo y les dedico más tiempo. Los diluyo a voluntad, formo aguadas con ellos, graduaciones, tonalidades distintas, disfruto con su visión y textura.

Comienzo con pinceladas que me gustaría fueran rápidas, insinuantes, transparentes, precisas, brillantes, sin embargo, van surgiendo dubitativas,
dolientes y, muchas veces, espesas y oscuras. Avanzo con dificultad y sufro con la germinación de las formas. A menudo, me paraliza el miedo al error y al vacío, pero el papel húmedo y pletórico me urge. A veces, cedo exhausto y quiero abandonar, no obstante, la obra incompleta gime y me reclama. Vuelvo a ella casi avergonzado, la retomo y le prometo fidelidad. Al cabo de largas horas, la doy, a mi pesar, por terminada y la dejo secar. A veces, le agrego un breve toque de acrílico puro.

A la mañana siguiente, con las primeras luces, vuelvo a ella y la acuarela ya es otra; los tonos se han sedimentado y dulcificado, se han apagado levemente; la acepto en su imperfección afirmada, la amo y me reconcilio, otra vez, con los colores y nace, irremediable, una humilde obra.

Felipe Sérvulo
fservulo@hotmail.com