Hay en nosotros una patria remota adonde van los sueños. A esa patria también van nuestras palabras y ellas, acaso, un buen día despierten y quieran ser poesía para enamorados, cuentos para niños, novela para amar cuando llega la noche. Algunas veces, las palabras se topan con la imaginación, entonces brota una obra en la región más pura. Y la obra busca alguien que le manifieste, naciendo de esta forma, la figura del escritor. Pero en un mundo como el nuestro donde reina el mercado, el escritor, si quiere mostrar su obra, se ve obligado a malvender sus sueños. Entonces encontrará múltiples obstáculos que debe sortear si quiere ver la obra en los anaqueles y, por si eso fuera poco, para un autor es interesante tener una voz literaria que le distinguirá de los demás, que será algo así como el color de sus ojos, como su sonrisa…, porque un escritor, si es auténtico, tiene que dar, además, lo mejor de sí mismo, aunque sea a su pesar en un mundo que no le gusta. Porque ocurre que una obra no trasciende si el escritor no encuentra quien le escuche, ya que todo autor que se precie quiere llegar, agitar sentimientos, sentirse creador y gritar como Borges: ¡El arte es un pequeño milagro!
Y para darse a conocer debe establecer tácticas para seducir al máximo números de lectores, porque su trabajo no estará completo hasta que cada uno de esos lectores acaricie su libro, lo huela, lo ame, lo lleve cada noche a su mesilla…, lo haga suyo. También es posible que jamás publique, entonces su manuscrito quedará olvidado para siempre en algún cajón de algún mueble de la casa donde tanto amó y, pasado un tiempo, acabará siendo pasto de las llamas una noche de San Juan. Pero eso, bien pensado, puedes ser otra bonita historia y puede dar lugar a otro poema, otro cuento u otra novela. Y hasta puede que le interese a una editorial publicarlo, porque otro creador le haya dado vida al manuscrito perdido. Entonces los sueños, que estaban abocados a olvidarse, llegarán a otros lectores que los amarán, los harán suyos. Y se producirán muchos pequeños milagros.
Porque no morimos, si alguien nos recuerda.
Felipe Sérvulo
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