Balcones

Estoy con los brazos desnudos apoyados en la barandilla del balcón. Es una barandilla vieja de un balcón antiguo en una casa pasada de moda y en una calle con bastante historia, pero nada o poco interesante por lo que de ella tengo referencias. Y voy a curiosear y chafardear sobre la vida de otros balcones. Hace calor y, como dice mi mujer, yo soy excesivamente curioso para despreciar la posibilidad que ofrecen los balcones de otra casa, frente a mí, para explorar los otros habitantes de esa calle estrecha que no me interesan lo más mínimo en circunstancias normales, pero que hoy me entretienen. No sé el número ni quiénes son y, como he dicho antes, realmente no me importan.
Pero allí, en el segundo piso, creo, hay con frecuencia dos mujeres tomando del sol el efecto colorante que ahora no se prodiga sobre la arena y pienso que pretenden aprovechar allí sus efectos pigmentarios hasta donde sea posible. Llevan un bikini bastante complaciente para los que miramos, y están rodeadas por una completa batería de frascos que no sé muy bien si son protectores o, al contrario, fijadores a ultranza de un efecto bronceador importante que completan el reto de pigmentación que no han sido capaces de alcanzar hasta entonces, porque ahora, a las cinco de la tarde, no es frecuente, pero tampoco muy corriente, que se observe este espectáculo veraniego domiciliario en pleno agosto. Pienso que son azafatas que tienen alquiladas las habitaciones a los verdaderos propietarios de este piso (y esto la acabo de improvisar, como todo, ahora mismo).
Hay dos balcones más a la derecha que abren la entrada a las cocinas donde otros protagonistas tratan, me parece, de limpiar el resultado de una comida reciente, la una, o de tender ropa recién lavada en un colgador artificial la otra, que a mí no me gusta nada. No me gusta esta imitación napolitana; no soporto la ropa tendida en las calles. Y, al fin, un dormitorio con un vejete con pantalón corto y camiseta, sin pelo, tumbado en la cama contemplando las variedades fotográficas de un televisor cualquiera con un programa absurdo probablemente, y sin interés; pero eso sí, con música, una música moderna y digo moderna para mí, que ya me importa poco el orden de sus compases, el ritmo o la letra, obviamente en inglés y sólo en inglés, de una canción de la que no entiendo nada o casi nada.
Pero hay más balcones a juego con el mismo desinterés o mínimamente diferentes de los otros. Allí están y yo alguna vez me entretengo en mirarles para ver y juzgar a lo que juegan. ¿Juzgar el qué? Son simplemente ventanas que nada tienen que ver con una película protagonizada por uno de los actores de los que me gustaría seguir siendo fan, y me refiero a James Stewart sentado, como ahora yo, en el cuadro de una ventana indiscreta.
Y abajo, ya en la calle, dos mujeres charlando y un perro (mejor no saber de qué) para no tener o adquirir prejuicios raros o impropios. Bolsas de la compra en sus manos que han ido llenando hasta que se han detenido en mi balcón, pese a que la voz de un nieto o nieta desde algún piso grita lo que debe de ser su nombre.
Todo esto es de lo más vulgar. Vulgar como la vida misma, mi vida por supuesto. Con ráfagas de atractivos y curiosa evolución; La Voz por ejemplo, lo es para mí y me gustaría que lo fuera algún tiempo más, también para vosotros. Porque hay pocas historias de verdad aunque desconocidas las que se observan desde mi balcón en el que ni siquiera el tráfico de vehículos en la calle ni de personas (¿por qué son personas?) o mascotas los que cruzan bajo mis pies. Chavales, a veces sólo son chavales ruidosos. Al menos hoy, ahora, pienso que nos veremos pronto otra vez, espero…
O ASI ME LO PARECE