LA GRAN BELLEZA

Hace unos días la prensa reproducía una frase de Martin Schulz, el candidato socialista aspirante a la Presidencia de la Comisión Europea al analizar los nefastos resultados que están cosechando la socialdemocracia en toda Europa: “¿Y si en lugar de preguntarnos por qué los votantes nos han abandonado, nos preguntamos si no hemos sido nosotros quienes hemos abandonado a nuestros votantes?”. Esta autocrítica, demoledora, tan poco frecuente en la clase política, puede trasladarse a muchos sectores en los que el público ha dado la espalda.
La reflexión del político me hizo pensar en el cine y, en concreto, en el cine español, otrora decían de lo mejor de Europa; ahora hay pocos proyectos interesantes y son, a mi juicio, reiterativos, lo que origina que cuando sales de la sala, tienes la sensación de que ya habías visto la película anteriormente. Partiendo de esa percepción, es difícil que un servidor, consumidor habitual del cine hecho dentro de nuestras fronteras, se anime a pasar por taquilla para ver algo que, en principio, me parece poco atractivo. Y si además contamos con el pirateo, con la subida del IVA y con esta crisis que va acabar con todos nosotros, tenemos un panorama desolador.
Pero resulta que de tanto en tanto viene de Europa alguna obra sorprendente que haces que te preguntes: ¿no podía hacerse algo así en España? Y esta pregunta me la hice a mí mismo cuando terminé de visionar en nuestro Cine Metropol la película italiana “La gran belleza”; el guión según el portal de internet especializado en cine “Filmaffinity” es el siguiente: “En Roma, durante el verano, nobles decadentes, arribistas, políticos, criminales de altos vuelos, periodistas, actores, prelados, artistas e intelectuales tejen una trama de relaciones inconsistentes que se desarrollan en fastuosos palacios y villas. El centro de todas las reuniones es Jep Gambardella (Toni Servillo), un escritor de 65 años que escribió un solo libro y practica el periodismo. Dominado por la indolencia y el hastío, asiste a este desfile de personajes poderosos pero insustanciales, huecos y deprimentes”.
En principio, como puede comprobarse, no parece muy original la propuesta, pero ahí está el director, Paolo Sorrentino, para arriesgarse en algo que, a priori, no parecía dar mucho de sí. Y, además, una vez vista, caes en la cuenta de que es una revisión, tanto en el argumento como en la estructura narrativa, de La Dolce Vita, de Federico Fellini, protagonizada por los inolvidables Marcello Mastroiani y Anita Ekberg en 1960.
Paolo Sorrentino le da la vuelta a la obra de Fellini y nos muestra una película insólita por su extraña belleza, con una sucesión de imágenes, muchas veces hipnóticas, que te atrapan y te dejan pegado a la butaca con un discurso fastuoso, barroco y deslumbrante, acompañada de una banda sonora sencillamente genial por su simplicidad. El protagonista, que duerme de día y vive de noche, es un maestro del cinismo y el hastío. Se mueve como pez en el agua en una ciudad caduca donde los más esperpénticos personajes pululan por ella. Ejerce, en cierto modo, de cronista de una sociedad donde la frivolidad y el aburrimiento imperan. Pero no hay acritud en la exposición, toda la película está impregnada de nostalgia con dosis de humor sabiamente dosificadas. También se palpa el dolor por el inexorable paso del tiempo y ves como la vida se rebela y no quiere sucumbir.
Hay escenas de una belleza arrebatadora que rozan la poesía, a menudo copiosa y triste.
Sucesión de imágenes que retratan a una sociedad y que te dejan un regusto amargo, pero sabes que tú jamás podrías odiar a todo ese ejército de monstruos torrenciales que van desfilando y te impregnan la retina con sus esperpentos. Al fondo, Roma, tan bella como siempre, a pesar del paso del tiempo: ella nunca envejece.