La isla mínima

Hay películas que se mueven solo en el terreno de las acciones, de lo que ocurre en la pantalla, lo importante es lo que sucede y, a veces, el cómo sucede. La mayoría de las cintas de consumo fácil, de esas que copan las pantallas de los centros comerciales y que necesitan un buen bol de palomitas, suelen ser de este tipo; de hecho, parece que el público que ahora aguanta las taquillas (joven y con ganas de guerra) lo que reclama a un film es jaleo, ruido, cosas que se amontonan, velocidad, griterío y mucho fuego artificial; hay que llenar la sala de estruendo, colores, sustos, efectos y mucha, mucha música…, de lo contrario, la cosa aburre, cansa y pierde interés. Poco parecen importar valores como la coherencia narrativa, el diálogo bien escrito, el trasfondo de una historia o el dibujo de los personajes, eso parece que no mola.
Afortunadamente, y aunque el público adulto parece que está huyendo de las salas de forma alarmante, todavía se hacen cintas que conservan el valor y las características de eso que antes venía a llamarse buen cine. Películas que se han convertido en el refugio de amantes del cine, apasionados de las historias bien contadas, espectadores que piden algo más que un videoclip muy largo; no es que haya muchas, pero alguna siempre aparece y estos días se puede ver una que responde a este talante.
“La isla mínima” es un thriller, una de esas películas “de pantano” que hasta ahora parecían exclusivas de los yanquis y sus zonas eternamente anegadas de la América más profunda. Pero un señor llamado Alberto Rodríguez nos ofrece una obra que nada tiene que envidiar a aquellas. Rodríguez se atreve, incluso, a hacer un film con pareja de polis con pasado oscuro y/o presente bastante chungo, aspecto básico de las buddy-movies, tan yanquis ellas; y la prueba le sale muy interesante, muy local y, a la vez, muy de cualquier sitio.
Arranca la peli con unos planos aéreos de las marismas del Guadalquivir realmente espectaculares, dignos del mejor documental de naturaleza. Uno ve las imágenes y se pregunta si realmente existe un sitio así, si no será un lienzo pintado, hasta que descubre las pequeñas figuras de los caballos que se mueven allí abajo, el fluir del agua o el paso de algún pájaro (excelente trabajo de Álex Catalán). Luego, la cámara baja a ras de tierra y la marisma, la humedad, el polvo, el barro y la podredumbre se irán adueñando de la película.
Y al revés de lo que ocurre en las películas comentadas al inicio, la historia que se nos cuenta, los hechos y las acciones que se plantean, en el fondo, acaban siendo lo de menos; el asesinato de las jóvenes es poco más que un macguffin, una excusa para sujetar lo importante: dos polis totalmente descolocados en busca de una verdad escurridiza y compleja, dos personalidades diferentes ante una realidad en cambio, dos ideas de lo políticamente correcto y un ambiente cerrado y deteriorado humana y moralmente. Quizás por eso, el asunto criminal se nos resuelve tan rápido, casi con prisas, sin ganas de perder demasiado tiempo; y es que se hace mucho más intenso el saludo final del compañero que toda la escena de “me arriesgo, te salvo, me salvas, cogemos al malo”.
“La isla mínima” es una de esas películas en las que podrían pasar muchas cosas pero pasa lo justo, porque lo que importa es lo que hay en los silencios de los personajes, detrás de las paredes que se vigilan, en medio de la bruma o de la noche cerrada. Una de esas películas que se mascan más que verse, que incomodan por lo que sugieren y que invitan a una reflexión sobre el pasado, el presente y lo que estamos pagando como consecuencia de aquello. O sea, un thriller con todos sus ingredientes y de una calidad excelente. Otra cosa es que sea el tipo de película que te guste, sobre eso no hay disputa.