Y soñé, soñé contigo, te acercabas a mí borrosa entre la calima producida por el calor y la arena, a medida que te acercabas descubría los detalles, ibas vestida como los tuareg y te imaginé desnuda con la piel azul brillante, que contrastaba con la luz esmeralda que despedían tus ojos, los rubíes que adornaban tus manos de sangre carmesí, el collar de blancas perlas que rodeaba tu cuello como una boa de color lácteo brillante….
Tu caballo vestía gualdrapas de seda verde y dorada, el bocado era de plata y los correajes y las riendas de cuero negro azabache que contrastaba con la piel blanquísima del animal que piafaba y relinchaba sin cesar cuando te detuviste a mi lado. Te bajaste del caballo con la facilidad de una amazona experta y te acercaste a mí.
Era consciente de que soñaba, pero jamás lo hubiera cambiado por ninguna otra realidad. Me acariciaste el pelo y me besaste (a pesar de que mis labios estaban cuarteados como un barbecho milenario en el que no hubiera llovido nunca), tu saliva hizo cicatrizar de repente las grietas que surcaban mi piel, tu saliva era la fuente de la eterna juventud, la laguna donde Narciso se ahogó al contemplar su propia belleza.
Empezamos a hablar en susurros uno al oído de otro, luego me cantaste canciones lánguidas y perezosas para que mis oídos se habituaran al sonido (tan ahítos de silencio estaban debido a la maldita travesía). Pero después ya no hizo falta, mis ojos de tierra se engarzaron con los tuyos de hierba y nuestros pensamientos volaron del uno al otro a través de un puente tan luminoso que era invisible.
Hicimos el amor por la noche y los lobos aullaron nuestros nombres (así por fin pude recordar el tuyo), hicimos el amor por el día y los pájaros cantaron hasta la extenuación imitándonos. Cuando nos uníamos, no nos fundíamos en un solo cuerpo, como dicen los clásicos, nos convertíamos en millones de cuerpos; en esos millones de cuerpos que se han acariciado con amor, pasión y deseo a lo largo de los siglos; éramos tan numerosos como la arena que nos rodeaba, como el grano de trigo que se va multiplicando en el tablero de ajedrez y arruina al rey, como el agua de los mares lejanos que tanto añorábamos, como los poros de nuestra piel anhelando caricias infinitas….
Pero cuando desperté del sueño me vi de nuevo solo en aquel oasis sin sentido, alejado del tiempo y del espacio: por primera vez quise morir, quise fundirme en negro como el final de la secuencia de una película, quise abjurar del amor que sentía por ti y zambullirme en el agua con una piedra al cuello para que mis pulmones se inundaran de agua y mi aliento desapareciera para siempre y la más absoluta oscuridad me rodeara.
Buscando la piedra que acabara conmigo, de repente vi que todos los pájaros echaban a volar en una bandada infinita. Después, oí un sonido muy lejano, como el de un tambor sonando en un ritual desconocido, a medida que se acercaba reconocí el galopar de un caballo. Al llegar al límite de mis dominios, descubrí que el jinete vestía ropas de tuareg, de hombre azul, de piel azul con brillos esmeraldas y rubís. Eras tú, eras todas las diosas femeninas que había escrito en la arena del desierto y que el viento ya habría borrado.
Nos unimos en un abrazo sin tiempo y sin espacio, esta vez no era un sueño, era la realidad. No había caminos bifurcados borgianos, no había molinos cervantinos, no había ficción alguna. Eran tus labios los que abrasaban los míos, era tu piel la que ardía en mi piel, eran tus manos las que buscaban mis manos, eran nuestros cuerpos los que se fundían y multiplicaban al mismo tiempo.
Más tarde, caminamos el uno junto al otro, alternando nuestras miradas entre nuestros propios ojos y el atardecer donde el sol se hundía como un luminoso barco naufragando. Detrás de nuestras huellas, sobre la arena, quedaban nuestros torpes pasados para siempre. El futuro no nos importaba demasiado, si estábamos juntos sería infinito como la arena de los desiertos, el agua de los mares o las estrellas de los cielos.
Nota: Este relato en prosa poética está dedicado a una amiga de la cual la vida me separó (nos separó) durante 33 años. Gracias a la diosa Fortuna hemos podido reencontrarnos.