TIMBUCKTU

El cine yanqui nos tiene acostumbrados a tratar las tragedias humanas con una serie de parafernalias cinematográficas” que han creado todo un estilo narrativo: banda sonora apuntando los momentos clave, movimientos de cámara o manipulaciones en la velocidad para destacar algo, primeros planos o encuadres afectivos para crear cercanía o lejanía del personaje con el que se quiere empatizar o no, uso de comentarios en off y de actitudes de los secundarios y figurantes para remarcar la afectividad de la situación… y como nos hemos acostumbrado, las trampas usadas nos parecen de lo más natural y su ausencia hace que la película nos sepa a poco (un poco como ocurre con las risas enlatadas de las series de TV).
Quizás sea por eso que una película como “Timbuktu” resulta desconcertante: trata un tema terrible pero lo hace sin ninguno de los trucos que usa el cine comercial. “Timbuktu” nos habla de un pueblo invadido por la barbarie en nombre de una religión; de hombres, y sobre todo de mujeres, sometidos a un estado de terror y represión en el que todo está prohibido, todo es pecado y todo se paga con el sufrimiento o con la vida. Todo un material para una sesión melodramática cargada de lágrimas, tragedias y, en su caso, redenciones varias. Pero Abderrahmane Sissako, es un director mauritano, maliense de adopción y que estudió cine en Moscú por lo que su cine poco o nada tiene que ver con una superproducción estadounidense o similar.
Sissako nos plantea una película sin estridencias, de silencios cargados de significado, de bellos encuadres que se alejan de la postal turística; los hechos más terribles se ofrecen en fuera de campo, o a través de un pequeño detalle o un sencillo y hermoso plano general donde las figuras son poco más que una silueta en el horizonte. Los primeros planos de “Timbuktu” no invitan al llanto si no a la reflexión sobre lo que el personaje padece, piensa o decide. La belleza del paisaje, la calidad de la luz y el refinamiento del encuadre se aplica tanto a las víctimas como a los verdugos, porque Sissako no intenta demonizar al yihadista, diríase que incluso intenta comprenderlo, como el imán que les censura sus acciones pero que no se erige en juez de lo que ocurre. Con un planteamiento tan “dulce” y delicado de la situación Sissako consigue que, sin alejarnos de la tragedia, seamos conscientes del paraíso que ha sido y que podría seguir siendo esa tierra de arena y viento dominada ahora por la intolerancia y el fundamentalismo.
Llama la atención como el director trata, por ejemplo, la persecución nocturna de los jóvenes reunidos en una casa para cantar: en otras cinematografías las escenas se hubiesen convertido en verdaderas piezas de acción, intriga o suspense, mientras que aquí se conserva un tono suave, más cercano al paseo nocturno que la persecución violenta. Me gustó también como enriquece al personaje principal de los yihadistas (Ibrahim creo) al que se describe magistralmente mediante unas pocas escenas que lo humanizan y ponen de manifiesto sus enormes contradicciones: su actitud de deseo hacia Satima (la mujer del tuareg Kidane), fuma a escondidas, o baila danza clásica con una música que solamente suena en su cabeza. Muy bonita es también la figura de la mujer loca que pasea con un gallo y que se enfrenta con descaro a los hombres: símbolo de toda una cultura pagana que pervive por debajo de las nuevas ideologías impuestas y que no desaparecerá. Por último, ¿qué decir de los niños, de las mujeres escondidas tras el velo, de los amantes apedreados, de los jóvenes azotados por estar juntos en una habitación, de las niñas casadas a la fuerza, de los juicios, de las condenas a muerte…?
“Timbuktu” es un alegato contra todo ello, sereno, hermoso y terrible. Un golpe en el corazón dado con una mano que todavía cree en la gente y en el futuro.