¡Primeros días en Chile, huevón!

Por Linda López /www.viajaconlinda.com

Tras despedirme del país de mi familia y después de un maravilloso cruce de los Andes llegué a Chile, curiosa por ponerle cara y ojos, la famosa Valparaíso y a la tan querida por sus ciudadanos, Viña del Mar, a pesar de que mi gran deseo fuera conocer a la sociedad con una curiosidad nunca vista en otros países y cuyo transcurso de los días me explicaría el porqué.
No queda muy bien decirlo, y mucho menos pensarlo, pero después de unos días en Chile me percaté de que en mi cabeza existían prejuicios sobre la sociedad chilena. Nunca había sentido esto en ningún país y, culpable de pensarlo, me adentré en un análisis de mis percepciones. Llegué a la conclusión de que mis prejuicios eran una mezcla de ignorancia y alimentos que había recibido por muchos argentinos, cuya rivalidad es de antaño, los propios chilenos que me he cruzado fuera de Chile y algún español.
Pero después de un mes, mucho estudio y muchas preguntas, he logrado entender al chileno (a su persona, no su particular idioma lleno de slang y modismos que resultan ininteligibles). Y es que el chileno carece de una identidad clara en cuya mezcla encontramos a los rapa nui de la Isla de Pascua, el pueblo mapuche y una muy pequeña influencia europea.
No fui consciente de ello hasta que me desahogué con unos cuantos y comprobé que, al contrario de los argentinos, suelen ser tímidos, cerrados y honestos. Muchos indicios me llevaron a esa conclusión, entre ellos el sentirse cohibidos al hablarles, sorprenderse al observar que viajaba solita o no irse con rodeos en sus respuestas.
No sabía casi nada de Chile. Ni que era obligatoria la colocación de su bandera el día de su independencia, ni que era el país más sísmico del mundo, ni tampoco el más largo. Apenas conocía la política de Pinochet ni tampoco había visto el último discurso de Salvador Allende, minutos antes de que el Palacio de la Moneda fuera bombardeado un 11 de septiembre de 1973, acabando con su vida de una forma todavía hoy discutida.
Tampoco tenía constancia de que uno de los principales reclamos es una reforma educativa ya que en la actualidad todas las universidades –tanto las públicas como las privadas- cobran aranceles. Para afrontar ese gasto, los estudiantes chilenos recurren a créditos que dejan a miles de jóvenes de clase media y baja endeudados una vez que terminan de estudiar. Un claro sistema de reproducción de la desigualdad.
La educación pública no es la única lucha, también lo es la sanidad y la pesca de cuyas reivindicaciones haré referencia al hablar de la costera Valparaíso, considerada la ciudad más pobre, pero también la más feliz.
Mi primera ciudad de Chile fue accidental al quedarme sin opciones de viajar hacia mi auténtico destino: Concepción. Se llamaba Osorno y aparte de una catedral preciosa de estilo ojival con uno de los mosaicos más grandes de Latinoamérica, no tenía gran cosa, excepto muchos pubs y discotecas. Ahí tuve el honor de probar mi primer pisco sour, del cual no debatiremos si es chileno o peruano. Es de los dos, y punto.
En la segunda ciudad más grande de Chile, iba a vivir mi primera experiencia de voluntariado, “ayudando a pintar la casa de la Oma”. Una señora de más de 80 años, con una pocilga y sin ninguna pared que pintar. Aproveché para investigar la zona y descubrí una mina debajo del Pacífico cuyo gran guía te hace sentir minero de verdad, “El chiflón del diablo”. Y a la vez un héroe. Fui minera por un día, tuve miedo por el gas grisú y, a la vez, me sentí muy privilegiada al no tener que soportar tal clase de riesgos.

Mis 4 días durmiendo en un lugar cuyas calles ostentaban los nombres de Terrassa, Sabadell, Badalona, Cádiz…. finalizaron y me despedí de la señora y de sus más de siete gatos. Mi paso por Concepción había valido la pena a pesar de mi experiencia “laboral” frustrada. La próxima sería en San Pedro de Atacama, pero antes viajaría a la capital, la mágica Valparaíso y “la pija” Viña del Mar.
Tras 24 horas en un autobús y un dolor de piernas que me duraría días, conocí a una Santiago de noche. No pude evitar ir al barrio de Bellavista donde se encuentra la calle más famosa de bares, para así tener un primer contacto con esa ciudad que no me agradó mucho al principio pero que luego aprendí a querer, a pesar del smog, contaminación ambiental comprensible al ser una ciudad de más de seis millones de habitantes, encajonada en un valle rodeado de montañas que obstaculiza su adecuada ventilación.