(Historias de Castelldefels II)
Hace frío en la sala de espera del tanatorio de Ponent. Octubre ha caído con fiereza, como una metáfora de la repentina muerte de Julián. Y en esa sala pululan los que formaron parte de su vida, amigos, familiares, alguna de sus amantes, algún colega del Barça, tal vez algún enemigo que viene a cerciorarse.
Debe de hacer mucho (tempus fugit) que algunos de ellos no se veían: besos, apretones de manos, abrazos con el redoble, tan típico. Recordé que cuando éramos jóvenes fui con Julián al mercado dominical de Sant Antoni. Allí compré un libro de segunda mano del que me sedujo el título Lo bello y lo triste, de un autor japonés, Yasunari Kawabata, del que por aquel entonces no había oído hablar. Kawabata, en un pasaje, habla sobre el paso del tiempo, y dice que este discurre de la misma manera para todo ser humano; él lo llama el tiempo cósmico, pero señala que hay un tiempo diferente en cada persona, ese es nuestro propio tiempo, el tiempo humano. El tiempo, sigue diciendo, es como un río que nunca va hacia atrás, pero el río lleva distintas corrientes: impetuosa, lenta, incluso parada, y nosotros flotamos en él de distinta manera. Ahora Julián ya está inmóvil, como una de esas corrientes del río de la vida.
En la sala contigua al túmulo, hundida en un sillón, Rosa parece más pequeña, como si hubiera encogido; recibe los besos de los visitantes y las mismas palabras de consuelo que se han dicho en estos casos toda la vida. La vida, la muerte, tan hermanas. Pienso, al verla deshecha en lágrimas, que nadie debería morir, quizá un abrazo de despedida y un hasta pronto estaría bien, para volver a vernos, acaso, el día en que los secretos de la existencia nos sean revelados.
—Pasa a verlo, está dormido.
Dormido no está, Julián está muerto para siempre jamás.
Me acerco a Rosa para consolarla, pero ella me ignora, solloza y en un arrebato de desesperación contenida la oigo desgarrarse:
—¡Vuelve conmigo, Julián, aunque me pongas los cuernos! ¡Vuelve conmigo, aunque me pongas los cuernos!