Durante varios meses Juan Gaitán Arenas se ha asomado a esta comunidad que formamos los lectores y los que elaboramos La Voz. La historia que nos ha ido contado Juan no es muy diferente a la de tantas personas que un día decidieron salir de su tierra y vinieron a Cataluña en busca de nuevas oportunidades para sus hijos.
En el caso de Juan también influyó, de forma notable, el ser un hombre inquieto e inteligente que ya desde muy niño se fue formando a pesar de las duras condiciones en que pasó su infancia en los años de la posguerra en Sierra Morena, aunque durante las largas conversaciones que he tenido con él jamás he visto el más mínimo atisbo de rencor en sus palabras. Algunas veces he oído relatos descarnados pero siempre exentos de resentimiento, porque en el fondo su vida, comparada con las de otras personas que le rodeaban no era tan mala. Estamos hablando de la carencia de alimentos básicos que se produjo en España en los años 40 del siglo pasado y que ha perdurado en la memoria colectiva como los “años del hambre” y como todas las catástrofes no tienen una sola motivación. La recesión económica provocada por el aislamiento de España y, en consecuencia, la autarquía que impuso el franquismo hasta bien entrados los 50, originó una profunda depresión económica que conllevó un grave deterioro en las condiciones de vida de los ciudadanos.
— Menos mal, me dice, porque nosotros estábamos “recogíos” en la huerta.
Sí, en la huerta de Molino Alto, allá por Pedro Abad, en Córdoba, que cultivaba su padre como hortelano del cortijo, cuya producción íntegra debía ir al dueño, “pero alguna patata se quedaba en casa”. Y aunque no podían tener animales, alguna gallina sí que tenían.
Podían criar un cerdo, pero ellos criaban una cerda preñada y vendían los “marranillos” para sacar unas pesetas, que buena falta hacían en su casa.
Me cuenta cómo cazaban conejos, perdices, pardales… De las técnicas que empleaban: liria, pito de chiflar, trampas…
—Felipe, antes cazábamos y había animales por todos lados, ahora no se caza y no se ve nada en el campo.
En el fondo, Juan, tal vez sin pretenderlo, está haciendo una crítica feroz a cómo estamos destruyendo el ecosistema debido a los pesticidas y demás métodos antinaturales empleados en los cultivos que, tarde o temprano, pasarán factura. Y ahora surgen descontrolados otro tipo de animales, como los jabalíes. Ellos son la voz de alarma de un equilibrio roto del que nadie se hace responsable ni nadie pone freno.
Juan nunca fue a la escuela, pero su madre, cosa rara para la época donde el analfabetismo se cebaba en las mujeres, enseñó por las noches a leer a sus hijos.
Nada menos que siete hermanos fueron; a los dos últimos, mellizos, los crió una cabra que les regaló el dueño de cortijo. Recuerda cómo sus hermanos se agarraban a los pezones del animal y la desolación que se apoderó en la familia al ahorcarse el animal una noche con la cuerda que estaba atada al querer saltar una valla. Es un pasaje de una historia de Berlanga, humana, tragicómica, entrañable y, a la vez, de tanta esperanza porque ya se vislumbraba un futuro mejor.
En 1956, año de su incorporación al ejército, se declaró la Guerra de Sidi Ifni, pero él no fue por influencias del dueño de la finca e hizo la mili en las baterías costeras de Algeciras, baterías establecidas tiempo atrás por el Ejército por miedo a que los incómodos vecinos ingleses de Gibraltar quisieran expandirse en territorio español.
Hay muchas historias colaterales en la historia de Juan y él hombre generoso, las recuerda con cariño. Me pide (insiste) que difunda su relación con productos naturales, sobre todo la jara, que no ha podido ser más beneficiosa para su salud. También de la bondad del ajo mañanero, del aceite de oliva, del vegetarianismo. De la bondad del aire caliente para los problemas bronquiales. Todos ellos le han permitido dejar los antibióticos, que lo tenían “machacao” desde hace tiempo y quiere que las personas se beneficien de su experiencia, sin pedir nada a cambio.
He quedado con él en la plaza de la Estación para hacerle esta entrevista. Llega puntual, como siempre y pulcro, como siempre. Es de modales tranquilos y se expresa muy bien, aunque a veces los recuerdos van y vienen con cierto desorden
Pienso que con él no puedo hacer una entrevista al uso de preguntas y respuestas, más o menos pactadas porque Juan tiene muchas cosas que contar y conforme habla va abriendo ventanas interesantes: el campo andaluz, los maquis, el río Guadalquivir, Sidi Ifni y su carga colonial, su formación a distancia como mecánico de coches en los inolvidables cursos de CCC, su llegada a Castelldefels en 1973, lejos ya en el tiempo de las oleadas migratorias desde Andalucía, su paso fugaz (tres días) por la Roca. Y después de varios trabajos más, su desembarco en la Seat. Habla con nostalgia de sus compañeros y de las luchas sindicales tal álgidas en esos tiempos. Allí se jubiló.
En la vida de Juan hay muchas vidas, algunas sepultadas en su memoria, como sus parajes de juventud del cortijo El Ochavo, en la finca Molino Alto, hoy anegados, como una metáfora del tiempo destructor por el pantano del río Arenoso. Otras flotan en la superficie, pero todas permanecen vivas porque Juan así lo quiere.
Hoy en esta reflexión sobre él y sus experiencias, le vamos a poner cara en este periódico que le ha acogido – con cariño – varios meses en mi columna.
Os traeré noticias de él de vez en cuando y, tal vez, busquemos nuevos cauces para que siga expresándose. Él quiere hacerlo y a todos nos interesa.
—Envíales recuerdos, mi deseo de unas buenas fiestas a los lectores de La Voz y todo lo mejor para ellos en 2019, me dice sonriente al despedirnos y estrecharme la mano.
Yo, simple notario de sus palabras, os las transmito con gusto y me hago cómplice de sus buenos deseos para todos vosotros.