Una mañana con ROSER CONGOST

La Historia Oral es una especialidad dentro de la ciencia histórica que utiliza como fuente para reconstruir el pasado los testimonios de las personas que fueron testigos de los hechos. Esta metodología se ha empleado desde muy antiguo, pero en el siglo XIX los historiadores abandonaron esta vía de investigación obsesionados por hacer de la Historia una disciplina científica donde solo tenían cabida fiable los testimonios escritos de otros historiadores. No será hasta mediados del siglo XX cuando un grupo de historiadores de Europa y EE.UU. abren otras perspectivas para estudiar los hechos históricos. A este nuevo enfoque ya sí le va a interesar los testimonios de las personas que fueron testigos, dándose la paradoja de que este método historiográfico es considerado moderno cuando ha sido la forma que han usado los historiadores desde que tenemos Historia escrita, pues era lo que hacían ellos: preguntar a los testigos y transmitir los hechos.

Eso he pensado cuando ha comenzado a hablar Roser Congost y yo estaba a su lado como un privilegiado historiador de la antigüedad escuchándola asombrado. Hago la aclaración de que todas las cifras que aquí se muestras me las ha dado ella sin dudar.
Yo había oído hablar de Roser, pero no la conocía personalmente. Para conocerla he contactado con Carme, una amiga mía de hace mucho años para que ella me la presente. Nos hemos citado en el Frankfurt 33, en la avenida Constitución 244 de nuestra ciudad.
Suelo ser muy puntual, pero hoy, finales de enero, hace un día anormalmente espléndido y he venido antes para sentarme y esperar mientras pergeño unas notas en mi cuaderno. En la terraza me atiende amable, como siempre, Raquel.
A la hora acordada, también ella es puntual, llega Roser: elegante, sonriente y guapa. Sí, sé que al emplear este último adjetivo más de una dirá, en estos tiempos de confusión, que es un lenguaje machista, pero puedo asegurar que se ajusta a la realidad y me niego a emplear un sinónimo. Roser tiene 89 espléndidos años.

Escucharla con voz firme y clara es un verdadero placer. Al poco, cuando le pido que me cuente algo sobre su vida en Castelldefels, a ese placer se suma mi admiración.

Roser es consciente de su privilegiada memoria y a veces, ella, jovial, te hace preguntas para ponerte a prueba:

—¿A que no sabes dónde estaba el primer Ayuntamiento. O a dónde íbamos a bailar, o cómo se llamaba el maestro o el “mossen” después de la guerra? ¿Cómo se llamaba el comandante del puesto de la Guardia Civil? Por ejemplo.

Nació en Montmeló un 22 de diciembre de 1929, pero para la familia a pesar de la alegría de la llegada de una nueva vida, fueron unas Navidades tristes ya que se dio la trágica circunstancia de que su madre murió a consecuencia del parto. A los seis meses la llevaron a Granollers donde estuvo poco tiempo.

A nuestra ciudad vino el 16 de enero de 1931, con su padre y tres hermanos más. Me cuenta historias cotidianas de la masía y recuerdos gratos que se entremezclan con avatares tristes de la Guerra Civil, que ella vio con ojos de niña asombrada, los cuales no voy a reflejar aquí porque nos desviaría de su historia que es lo realmente nos interesa.

Me habla con nostalgia de la masía Ca l’Arús, donde vivió y su padre era el “masover”. Actualmente, por suerte, aún existe esta masía, está situada en la calle 302 esquina a la 313. En nuestra ciudad hay documentadas 33 de las que se conservan 12, una de ellas en Ca n’Orbat, que es el nombre actual de la masía donde vivió Roser los años de su infancia y pubertad.
Sobre esta hay referencias de su emplazamiento ya en el siglo XII y durante su historia ha tenido diferentes nombre: Grau, Pineda, Pujades, Arús… La familia Nomen estuvo en ella hasta la llegada de la familia de nuestra protagonista en 1931 que la habitaron hasta 1942.

A partir de ese año, se establecieron en terrenos cercanos a la actual avda. Pineda, donde su padre Salvador Congost, fue el vaquero de Castelldefels durante años.

Allí pasó su juventud hasta 1954 que se casó con Miquel Lloret, el “masover” de la masía de Vallbona, de cuyo matrimonio nacieron Roser y Josep.
Vallbona, la Ginesta, la Pleta…, nombres de masías cercanas que configuraron la vida, ilusiones, trabajo de muchas personas y que conforma el imaginario y la añoranza de nuestra protagonista.
Y allí estuvieron hasta que se marcharon junto al Casablanca y montaron un merendero. Era el año 1965.

Esta conversación con Roser, debe tener la extensión limitada que permite las páginas de La Voz, pero veo que me están quedando muchas cosas importantes por decir. Elementos que han formado la vida reciente de nuestro pueblo y que tienen relación con Roser: los autobuses Rué, el poblado de Las Termas, “mossen” Salvador, “mossen” Joan, el alcalde, el maestro, el cabo de la Guardia Civil, que eran las auténticas autoridades de una época reciente y que, a la vez, nos parece ya tan lejana.

El desarrollo espectacular y, muchas veces, especulativo que ha tenido Castelldefels en los últimos tiempos a mí no me ha gustado. Tampoco a Roser, cuando le pregunto por ello. Y mucho menos le gustó que fruto de esa expansión, a veces devastadora y mal planificada, el 28 de agosto de 1990 tuvieran que cerrar el merendero que con tanto esfuerzo e ilusión abrió con su marido, ya que los terrenos donde estaba situado fueron expropiados para hacer la autopista A-16.

Pero Roser y Miquel pronto volvieron a demostrar su espíritu emprendedor. Ella y sus hijos llevan más de treinta años regentando el Restaurante Lloret, en la avenida Constitución 456, en ese mini cosmos que siempre ha sido donde habita Roser. Allí ve pasar la vida y las historias para transmitírnoslas, porque una ciudad no es nada sin personas como ella. Sin ellas no habría Historia, con mayúscula. Ellas están ahí iluminando y nos marcan el camino.

De pronto he recordado la edad de Roser, su vitalidad, su cordialidad, que la hacen vivir y estar tan lúcida y, entonces, han venido a mí como un torrente unos versos del premio Nobel Saramago. Tan portugués, tan universal, tan querido y que le van a ella como anillo al dedo:

¿Que cuántos años tengo? -¡Qué importa eso!
¡Tengo la edad que quiero y siento!
La edad en que puedo gritar sin miedo lo que pienso.
Hacer lo que deseo, sin miedo al fracaso o lo desconocido…
Pues tengo la experiencia de los años vividos y la fuerza de la convicción de mis deseos.
¡Qué importa cuántos años tengo!

Me despido de Roser con dos besos, hoy día que se trivializa y cuestiona todo, dicen que esa forma de saludar se les da a cualquiera, los abrazos quedan reservados a los amigos. Espero que este encuentro depare una amistad y tal vez sea como el final de la película Casablanca, curioso nombre que nos rememora el negocio cercano a su merendero desparecido. Yo me refería a la frase de Humphrey Bogart (Rick) a Claude Rains (capitán Renault): “Louis, creo que éste es el comienzo de una hermosa amistad”. La bruma del aeropuerto los oculta y desaparecen con la palabra fin, pero han perdurado en nuestros sueños. Y la próxima vez que nos despidamos, tal vez, Roser y yo nos demos un abrazo.

Al volver a casa, paso por donde estaba el histórico Café Centro, lugar donde me ha contado que iba a bailar la juventud de su época y me encuentro con un solar preparado para levantar otra construcción en una ciudad superpoblada como ya es Castelldefels. En un momento una ráfaga de aire levanta el polvo y me ciega. Casi una metáfora de este progreso tan mal entendido que arrasa lo que amamos.