Y el tiempo se detuvo

Primeros días del mes de marzo. Comenzamos a intuir que la nueva enfermedad, procedente de la ciudad china de Wuhan, estaba llegando a nuestro país. Y cuando quisimos reaccionar, guardando la distancia social, protegiéndonos con mascarillas, guantes y geles, el coronavirus ya estaba aquí. Nunca hasta entonces, las personas de nuestra generación habíamos vivido un estado de excepción como en el que tuvimos que entrar. Confinados en casa, con la policía persiguiendo cualquier movimiento en la calle sin permiso gubernamental; con la actividad laboral y comercial detenida, de la noche a la mañana; y, lo peor, con miles de muertos en pocos días, víctimas de los fallos orgánicos provocados por la nueva enfermedad. El personal sanitario, convertidos en los únicos capaces de amortiguar los efectos letales del virus. Sin medios materiales ni humanos, desbordados por el alud de enfermos, con jornadas interminables y asimilando, sobre el terreno, el goteo insufrible de miles de muertos cada semana. El resto de la población, encerrada, atemorizada, sorprendida por el tsunami, en estado de shock permanente por la desaparición de un modelo de vida, de un funcionamiento social que creíamos indestructible.
Y el tiempo se detuvo. Se detuvieron nuestras vidas. Todo quedó aplazado sine die. Los proyectos dejaron de existir a medio y largo plazos. Sólo importó vivir al día, el presente se convirtió en la única medida temporal creíble. Al final de cada día, a muchos nos ayudaba a conciliar el sueño hacer un repaso mental de tus contactos de móvil. ¿Tu familia y tus amigos estaban bien? Día superado. Aun así, la tristeza infinita se apoderó de nuestras vidas, porque no había jornada sin drama personal. Desaparecieron los besos, los abrazos, las reuniones de amigos, las celebraciones familiares, el trabajo en sociedad, compartiendo espacios comunes con nuestros compañeros. Dejamos de ir a comprar a las tiendas. Aprendimos a hacer cola guardando metros de distancia entre nosotros, entrando con mascarilla y guantes a la panadería, el supermercado y la farmacia. Nos desplazamos por calles vacías. Salimos a los balcones para expresar nuestro afán de resistencia.

Y el tiempo se detuvo para miles de familias en todo el mundo que no pudieron despedir a sus seres queridos, fallecidos en estos meses de pandemia. Los fallecidos eran incinerados en soledad, sin despedida familiar, sin un último mensaje de cariño. Nadie podía entrar en la habitación de un familiar directo a punto de fallecer. Nadie podía acompañar en esos momentos tan dramáticos a su ser querido. Y el tiempo se detuvo para todos ellos. Y el tiempo se detuvo para todos nosotros.