Siempre que entramos en verano, cada año, en algún momento me traslado mentalmente a alguno de mis veranos en La Zarza, el pueblo de mis orígenes, de mi sangre extremeña. El pueblo de mi infancia, de mis veranos eternos, maravillosamente interminables; en aquella Extremadura de ventanas que daban al campo, de un campo abrasado por el Sol, con las cigarras estridulando, con la siesta, que tanto se nos atravesaba cuando éramos pequeños y de la que tanto disfrutábamos luego ya cuando fuimos creciendo.
Eran mis veranos de los 80, en un pueblo con una única cabina de teléfono, desde la que llamé por primera vez a la chica que me gustaba y que seguía pasando de mí, a mil kilómetros de distancia.
Eran mis veranos en los que madrugada con mi primo para ir de buena mañana a recoger las almendras de los campos que tenían mis abuelos. En uno de esos veranos rescaté una bicicleta enorme y desvencijada, de hierro, que pesaba 20 kilos, y que había sido de mi padre cuando era un chaval. La intenté poner a punto con toda mi ilusión y la aventura me duró una tarde. Al ir al río Guadiana con ella, llegué bien. Nos bañamos como cada tarde en el río y en el camino de vuelta la bicicleta decidió que en la curva ya no iba a girar más y que mi camino iba a ser recto, llevándome a un barranco que casi acaba conmigo en las vías del tren. Suerte que en aquella época tampoco pasaban trenes por Extremadura y por tanto no había riesgo de atropello. Eso sí, me destrocé una pierna que tuve en carne viva durante varias semanas.
Eran aquellos veranos en los que las tardes de salida en grupo con mis amigos empezaban a las 8 o las 9 de la tarde-noche. Hasta esa hora, por el calor, no se podía poner un pie en la calle para pasear por la única avenida que teníamos para encontrarnos con el resto de chavales. Salíamos a las afueras de La Zarza, yendo de camino al río, disfrutando del único momento en el que había un poquito de fresco en el ambiente. Así podíamos estar hasta las 12 o la 1 de la madrugada. Y si no, pues tocaba quedarse en el encerado, en la calle donde vivíamos en casa de mi abuela, jugando entre gritos y risas hasta las tantas a las cartas, a la cuatrola, o haciendo carreras de chapas.
Mi verano, mis veranos, es lo que me vincula a mi pueblo; a aquellas vacaciones que siguen muy frescas en mi memoria. Y que no cambio por ningún otro destino exótico en un país lejano.