El vecino de la calle Iglesia

Por Felipe Sérvulo

HISTORIAS DE CASTELLDEFELS EN ESTE VERANO DE PANDEMIA

La calle de la Iglesia de Castelldefels es peatonal. En ella hay demasiados bares, muchas panaderías y ninguna librería, como tantas de tantas ciudades españolas. Hay también un vecino grueso, de aspecto bonachón, jubilado de Correos que cada mañana pasea en silla de ruedas a una mujer en la calle. Ella apenas se mueve, y en su cara a veces se marca un rictus de desagrado por algo que le debe de doler y que manifiesta como malamente puede. El hombre la lleva por el barrio durante un buen rato.
Cuando vuelven, se sientan en el Bayano de la calle Arcadi Balaguer, paralela a donde viven. Los observo con discreción. Pide una Coca-Cola para ella y un café para él. Le da de beber con una cañita, le limpia los labios con delicadeza, le coge la mano, le habla sin obtener nunca respuesta. A veces el hombre sonríe.
Siempre que lo veo pienso que es un esposo ejemplar. Que cuánta paciencia demuestra y qué buen carácter debe de tener, porque nunca se le ve enfadado. Pero su proceder me crea un dilema moral al plantearme si yo obraría de esa manera en un caso similar.
Hace más de una semana que no lo veo y le he preguntado a Gisela, la chica que regenta el bar.
—Gisela, hace días que no veo al señor jubilado de Correos. El que pasea por las mañanas a su mujer en la silla de ruedas.
Gisela me responde con prontitud (a esta hora hay pocos clientes), pero lo que explica acrecienta mi incertidumbre:
—Felipe, está enferma, pero con su mujer suele salir por la tarde. Por las mañanas a quien pasea es a su cuñada.

Llovieron relojes

Creyendo que llegaba el fin de sus días, quiso volver al lugar donde pasó su niñez y había sido tan feliz. Estaba seguro de que «la infancia es la verdadera patria del hombre». En eso era un fiel seguidor de Rainer Maria Rilke.
Llevó con él todos los recuerdos que pudo, y en su pueblo alquiló una casa con jardín, como tantas veces había soñado.
Al día siguiente comprobó con estupor que no conocía a nadie. No encontró calles ni plazas ni niños jugando. Pensó ir al Ayuntamiento para que le informaran, pero anduvo varias horas y no pudo localizarlo. La alameda, donde tantas veces había ido con su madre de niño, no supo dónde estaba. No vio geranios ni balcones ni árboles verdeando ni pájaros volviendo al atardecer. Tampoco divisó campiñas ni altozanos ni confines más allá de las montañas.
Esa misma noche llovieron relojes. Debían de ser relojes antiguos, ya que sus piezas hacían ruido cuando llegaban al suelo. Sonaban los muelles, los barriletes, los ejes, las cajas, las manecillas… Quizás algunos eran despertadores, porque sus campanillas al caer redoblaron su tintineo, lo que le hizo abrir los ojos. Entonces vio a Gisela que le traía un café y La Vanguardia. En su primera página pudo leer: «Puigdemont se marcha de Waterloo».