El juego del calamar

Ya es la serie más vista de la historia de Netflix. Un grupo de 456 personas que viven en Corea del Sur son invitadas a participar en unos juegos que podrían culminar con un gran premio millonario. Todos van uniformados, con un chándal de color verde y unas zapatillas blancas, con un número que les distingue a distancia, y todos ellos firman voluntariamente un contrato con las condiciones que aceptan para participar en los juegos. Formalmente, nadie les coacciona a hacer lo que hacen. El único requisito indispensable de los participantes para ser invitados parece ser el de acumular alguna deuda económica que ahogue su día a día. Y desde algún lugar alguien organiza y supervisa de forma sistemática este gran juego colectivo. Y así, durante unas 9 horas de emisión televisiva ficcionada, a una media de una hora por capítulo.
Es solo un entretenimiento televisivo. Bien. Ahora, prueben con un pequeño juego. Otro juego. Cambien el uniforme verde por la ropa comercial, que nos unifica, nos uniformiza a todos; especialmente en el ámbito laboral. Los números que nos identifican son canjeables por cualquier número de identificación. Cada vez somos más numerables en el mercado laboral masivo y despersonalizado. La firma del contrato de participación voluntaria es parecida al acto de la firma de un contrato laboral o el de la compra una casa o un coche. Un endeudamiento voluntario y del que solo somos responsables nosotros mismos. Claro que sí, por supuesto. El juego que nos anima a competir por un premio económico es sustituible por las leyes del mercado, que rigen casi todo lo que hacemos en nuestra vida diaria. Nuestro sueño imposible, que anhelamos a lo largo de nuestros años de existencia, suele consistir en la acumulación de una gran cantidad de dinero que, de llegar, nos liberaría del yugo del esfuerzo obligatorio diario y que nos permitiría disfrutar de la vida sin miedos, ataduras ni deudas, sin agobios.
Bien. Ahí lo tienen. Más allá de algunos debates de corto recorrido de estos días, sobre si la violencia extrema de una serie genera más violencia fuera de la pantalla. La gran lección que extraigo de la ficción de “El juego del calamar” es que todos jugamos a eso en la vida real, a competir, a tratar de acumular una riqueza irreal, sin que aparentemente nadie nos obligue a ello y en un marco de violencia extrema entre quienes queremos sobrevivir. ¿Hay buena gente en el camino de la competición, con buenos sentimientos y empáticos? Por supuesto. Pero el marco en el que nos movemos cada vez es salvaje, impersonal y carente de humanidad. Y mientras, una élite disfruta desde la organización. “El juego del calamar” igual no nos incomoda por la violencia explícita de sus escenas, sino por el espejo que nos pone ante nuestros ojos.