El hombre que camina sale de casa sin saber muy bien adónde va a ir. Hoy se ha puesto la gorra de su padre, pues las nubes amenazan su paseo. Al final se decide por rodear las obras de la Plaza Colón. Todavía recuerda que hace años, antes de que hicieran la rotonda que ahora están modificando, la plaza consistía en un pequeño triángulo de césped adornado por una carabela metálica. Allí solía esperar a su amigo Manuel para ir en coche a la universidad, uno a la de Empresariales y otro a la de Magisterio.
Después de ver cómo una excavadora picaba una acera y el asfalto de la plaza, entró en el Canal Olímpico y llegó hasta la Universitat Politècnica de Catalunya. Cruzó el campus en solitario, en esos momentos parecía una ciudad fantasma, era un día festivo y apenas se cruzó con un ciclista y una pareja con sus mascotas. Se paró delante de la Escuela de Agricultura y pensó que tal vez le hubiera gustado estudiar algo de eso, pero ya no era el momento.
El hombre que camina enfiló el puente de la universidad y vio que había unos pequeños huertos, en uno de ellos vio unas gallinas de color marrón picoteando en la tierra. Esa imagen le hizo viajar en el tiempo muchos años atrás, cuando iba al pueblo de sus padres a casa de su abuela y su tío Vicente. Su tío tenía una cuadra con vacas y, alrededor de la cuadra, tras una alambrada que la rodeaba, unas gallinas que andaban en ese espacio y en la huerta que había al lado. También recordó cómo su abuela mataba las gallinas dándoles un corte en el cogote.
Su tío Vicente vendía la leche de las vacas a un camión que pasaba cada día por la carretera que separaba la casa de la plaza de toros del pueblo. Su abuelo Fermín se ganaba la vida bien con las ovejas, pero una vez tuvo un problema con los pastos y cambió a la cría de vacas. En el tiempo en que tuvieron ovejas, su tía Laurita se dedicaba a hacer un delicioso queso de oveja y su madre a veces la ayudaba. Alguna vez le explicó el proceso, pero ya no lo recuerda bien.
El hombre que camina pasa por detrás del campo de fútbol de la vía férrea que ahora es de hockey sobre hierba y vuelve a recordar. Había un descampado del que aún se conservan algunos pinos con el suelo cubierto de arena y se reunía allí con unos amigos los sábados por la tarde para jugar a fútbol. Dos piedras grandes eran marca suficiente para señalar los postes de la portería.
El hombre que camina empieza a tener calor y se quita el chaquetón que lleva, lo dobla y se lo pone sobre el brazo izquierdo. Al mirarlo, recuerda que lo acaba de doblar como lo hacía su padre, dejando el forro interior hacia fuera. Deja atrás los institutos y cruza bajo el puente del Caprabo para encaminarse a su casa. Pasa al lado del aparcamiento donde hubo unos almacenes de la empresa Rocalla, que fueron una escuela de formación profesional y, más tarde, comisaría de la Policía Local.
El hombre que camina piensa en la Navidad que se aproxima y lo único que desea es que pase pronto porque recordar es muchas veces triste.