Tres relatos en un otoño envejecido

Los santos nos miran solidarios
Soy agnóstico, pero no por ello dejo de refugiarme, de vez en cuando, en alguna iglesia.
Me gusta ese silencio, esas luces fantasmagóricas, el ambiente casi mágico que se respira. Esa mezcolanza de olores a flores marchitas e incienso… A veces, cuando la vista se habitúa, aparecen figuras espectrales, en las que no habías reparado, orando sigilosas junto a ti.
¡Y las vírgenes! Tan guapas, tan barrocas, algunas tan explícitas y excesivas en su dolor… Por no hablar de los santos que moran por doquier en el recinto y nos miran solidarios.

¿Qué tipo de belleza podría ser?
Viendo una puesta de sol me asalta la duda de qué tipo de belleza podría ser. ¿Puede tener alguna relación con el Moisés de Miguel Ángel, por ejemplo?
Recuerdo, entonces, que para aclarar la percepción sobre la belleza se han suscitado debates en épocas de la historia y que, incluso, han terciado los filósofos.
Así, podemos percibir que un objeto guarda un orden y unas proporciones perfectas, o sea, «es bello por sí mismo». Tengo entendido que Platón decía que esa era una belleza «objetiva». La cuestión puede complicarse, y pensar que un objeto es bello porque así nos lo dicta nuestra sensibilidad y formación. Aristóteles nos indica que esa era la belleza «subjetiva».
Pero esos postulados no me aclaran demasiado y no sabría dónde englobar mi crepúsculo, donde predominan el equilibrio y una armonía ideal. Es para mí, belleza subjetiva y objetiva a la vez. Entonces vuelvo al punto de partida de mi pregunta y llego a la conclusión de que, tal vez, llegado el momento, lo mejor sería dirigir mi mirada al ocaso y aplaudir los últimos rayos del día.
Al fin y al cabo, Santiago Rusiñol y sus amigos del Cau Ferrat solían hacerlo en Sitges.

Miro una fotografía
«Sola. Estoy sola. Siempre estoy sola», dejó escrito Marilyn Monroe en uno de sus cuadernos descubiertos hace pocos años.
El mito erótico no era nada más que una mujer asustada. Tuvo tres maridos y demasiados amantes que no llegaron a comprenderla, porque esa sensación de inseguridad, soledad y miedo permaneció hasta su muerte. Tal vez el hombre que mejor la entendió fue Arthur Miller. Con él se casó en 1956. Para entonces, los medios ya habían creado una Marilyn superficial. Arthur, en cambio, valoró su talento e hizo que ella se lo creyera, pero en 1961 se separaron.
Miro una fotografía de 1961 durante una pausa del rodaje de Vidas rebeldes, película bellísima, crepuscular, de corazones rotos y solitarios; testamento cinematográfico de sus protagonistas. En ella vemos a una mujer mirando con ternura a una niña, que lleva unas gafas de sol del tipo corazón, parecidas a las que algunas veces usaba Marilyn. La mujer, a la que se ve feliz en este momento, sonríe a una niña guapa como son todas las niñas. Ambas tienen nombre, pero aquí no tiene importancia.
Hay un hombre en la escena en un segundo plano que aún importa menos. La mujer que miraba con ternura a la niña murió un año más tarde, se llamaba Norma Jean Baker. Marilyn permanece con nosotros.