Por Silvia García
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…perdió su silla». Creo que debemos ser pocos los que al escuchar el inicio de esta frase no seamos capaces de finalizarla. Es posible que las generaciones más jóvenes la desconozcan. Ojalá me equivoque y también les haya llegado.
Como imaginaréis, no es precisamente un dicho popular reciente, así que si hemos sido capaces de transmitirlo durante siglos y que haya llegado hasta nosotros, ¿por qué no va a seguir siendo así?
La realidad es que es una frase estupenda para excusarse cuando, por ejemplo, hemos ocupado el lugar donde estaba otra persona, o si hemos cogido algo que otro tenía previamente. Nos saca del apuro de una manera amigable. Mucho más original que decir aquello de “Lo siento. Te lo devuelvo”.
Como podemos suponer, una silla o algo similar debió de haber de por medio para que naciera este dicho. Actualmente, en cambio, no es imprescindible la aparición de una silla para poder usarlo. Se puede utilizar para referirnos a cosas tan diversas como el hecho de llegar a un tienda y que alguien haya cogido justo el producto que tú habías visto previamente, o incluso que se queden con el chico o chica que tú habías conocido antes. Hay niveles de gravedad en esto de «perder la silla». El motivo que dio pie a este popular dicho pasa por un conflicto familiar. Debemos trasladarnos hasta la época del reinado de Enrique IV de Castilla en el siglo XV. Por si el señor no os suena de nada, deciros que era hermano por parte de padre de Isabel de Castilla, más conocida como Isabel la Católica. Nada tienen que ver estos dos con nuestra historia de hoy, pero es que Isabel es mi favorita y no podía no nombrarla.
Los parientes que tuvieron el conflicto fueron dos arzobispos: Alonso de Fonseca el Viejo y Alonso de Fonseca el Joven. Tío y sobrino respectivamente, como podemos deducir del sobrenombre que reciben. En el año 1460, el sobrino fue nombrado arzobispo de Santiago de Compostela. Lo que parece ser que no sabía era que el reino de Galicia estaba bastante revuelto con problemas de diversa índole. Ante esto, decidió pedir ayuda a su experimentado tío, arzobispo de Sevilla.
Llegaron al acuerdo por el cual el tío se iría a Galicia para calmar la situación y dejarle todo bajo control para su regreso y, mientras tanto, el sobrino se desplazaría a Sevilla para cubrir el hueco de su tío. Hasta aquí todo perfecto. El tío cumplió su misión y apaciguó los ánimos en territorio gallego. El problema apareció cuando a su regreso a Sevilla el sobrino le dijo que no pensaba dejar la silla del arzobispado de Sevilla. Que le había cogido cariño, vaya. El tema fue para largo y tuvo implicados de todo tipo y es que fue necesario un mandamiento papal, la intervención del propio rey de Castilla e incluso el ahorcamiento de algunos partidarios del sobrino para hacer que éste dejara la silla que había usurpado.
De esto obtenemos un detalle importante. Y es que decimos mal la frase, ya que el que perdió la silla fue el que se marchó de Sevilla y no el que fue.