Lluís Planas
El término viajar suele suscitarnos aventura, placer, felicidad, descanso o conocimiento, pero viajar también es sinónimo de retrasos, largas esperas, cansancio, dolores e incluso accidentes.
He viajado por los cinco continentes, principalmente en solitario, pero también en pareja, y en contadas ocasiones con amigos. Hace algunos años lo hice durante seis meses por Sudamérica con la única compañía de mí mismo, cosa que no es ni mucho menos una hazaña, vista la gran cantidad de viajeros con los que a lo largo de los años me he cruzado por el mundo, muchos de los cuales llevaban meses, e incluso años, cargando a solas su mochila a cuestas.

En una ocasión, por ejemplo, coincidí en una humilde pensión de la indonesa isla de Flores con un tal Hans, un hombre suizo de mediana edad y no especialmente atlético -diría que más bien algo obeso-, que se había propuesto circundar la tierra caminando; su único medio de locomoción serían sus dos piernas, salvo los indispensables barcos y aviones que le permitirían cubrir los trayectos sobre mares y océanos. Había iniciado su andadura -nunca el término fue más apropiado- en su Berna natal, hacía nada más y nada menos que dos años en ese entonces. Me contó que, debido a unas dolorosas llagas que tenía en la espalda provocadas por el peso del bulto que cargaba, había tenido que apearse allí donde nos encontrábamos a lo largo de una semana entera para restablecerse por completo. Casualmente, reiniciaba la marcha al día siguiente, así que decidí mostrarle mi admiración y respeto acompañándole a lo largo de una decena de kilómetros, la gran mayoría de ellos en silencio. Hace más de treinta años de ello, pero a menudo rememoro aquel tenaz personaje y aquella bonita experiencia.

En otra ocasión, estando en La Habana, Cuba, vi sentado sobre el bordillo de una acera del reparto de Centro Habana a un alemán de gran envergadura a cuyo lado estaba aparcada su bicicleta cargada de fardos.
Evidentemente, me acerqué a él y le di conversación, pues siempre me he sentido atraído por conocer las experiencias de quienes enarbolan la bandera del nomadismo. Resultó ser un cartero jubilado que, según me contó, en su vida había visto pasar por sus manos miles de cartas timbradas con los matasellos de tantísimos países, que se propuso visitar tantos como pudiera una vez retirado. Su propósito estaba echado: invertiría su pensión de jubilado en recorrer el mundo sobre dos ruedas. Y así lo estaba haciendo, pedaleando el globo terráqueo sobre su querida Kalkhoff. Como ya casi iba siendo mediodía y el sol apretaba, le propuse ir a almorzar para seguir conversando bajo cobijo. Delgadísimo como estaba, no declinó mi invitación, cosa que propició una charla salpicada por un buen número de anécdotas. En ese entonces el buen hombre ya había recorrido la Europa Occidental, la ruta panamericana en sentido sur -desde Alaska a Ushuaia, en Argentina-, y había ascendido hacia el norte por la costa oriental del continente sudamericano hasta alcanzar las Antillas centroamericanas, donde ahora nos encontrábamos. En ese larguísimo trayecto tan sólo había sufrido un accidente provocado por el rebufo de un enorme camión en un puente del estado de Colorado, USA. Afortunadamente las lesiones habían sido leves, pero aquel incidente bien podría haberle costado la vida. Como dato curioso añadiré que un fabricante de neumáticos le costeaba las cubiertas de las ruedas, que debía enviar para su análisis a la central de Alemania una vez habían perdido el dibujo, o cuando ya eran inservibles. En resumen, disfruté del placer de conversar con un hombre encantador y cargado de historias al que con frecuencia también recuerdo.

En Cuzco, Perú, a quien conocí fue a un japonés que hacía una ruta similar a la del cartero alemán, pero sobre una motocicleta tipo ¨trail¨. Como anécdota, cabe decir que le habían asaltado y robado en un par de ocasiones, cuando su viaje no había hecho más que comenzar, puesto que había volado al país andino directamente desde el país nipón. Pensé que con ese promedio tenía muchos números de terminar su periplo caminando como Hans, eso sí, con casco. Para salvaguardar la ingente cantidad de fotografías que hacía, el pobre chico había adoptado la rutina de mandar semanalmente por correo los carretes (sí, sí, todavía los hay que usan cámaras tipo ¨reflex¨) a Tokio. Me gustó conocer el rudimentario sistema de navegación que llevaba adosado al manillar: un rodillo de plástico transparente con una especie de ¨chuleta¨ escolar manuscrita con caracteres japoneses que consultaba a medida que avanzaba en su ruta.
Hará cosa de cinco o seis años -y sin apenas moverme de mi casa-, una determinada tarde de septiembre estábamos mi buena amiga Eva y yo tomando unos gin-tonics en el chiringuito ¨Mona Roja¨ de la playa de Castelldefels cuando, de repente, vimos a un hombre en su ̈kayak ̈ que estaba lidiando con las olas para intentar alcanzar la arena. Expectantes, nos mantuvimos atentos a sus movimientos hasta que por fin lo logró. Al cabo de un rato, cuando ya nos habíamos olvidado de él, se plantó ante nuestra mesa con sus dos metros de altura, ataviado con su neopreno y empapado como estaba, para preguntarnos cómo llegar al camping La Ballena Alegre, donde pensaba pernoctar. Se lo indicamos, no sin antes no perder la ocasión de brindarle una silla para que se tomase una copa con nosotros, pues intuíamos que venía de lejos. Efectivamente, estaba recorriendo en su pequeña embarcación nada más y nada menos que el litoral de la península Ibérica. Casi nada. Había partido desde Portugal, y generalmente dormía y cocinaba sus comidas en las solitarias playas que iba encontrando por el trayecto. Jesper, así es como se llama este aventurero holandés, es un tipo tremendamente afable e interesante. A lo largo de las conversaciones que mantuvimos -porque lógicamente acabó plantando su tienda de campaña en el jardín de mi casa-, nos contó que desde hacía unos años se había afincado en una pequeña localidad de Extremadura, lugar donde se dedica a fabricar guitarras eléctricas artesanalmente. También cuelga en internet vídeos pedagógicos y explicativos de sus aventuras (https.kayasper.com).

Como habréis podido apreciar, todas las experiencias de viajes que he relatado son de terceras personas que me he cruzado en algún momento de mi vida. He preferido no incluir mis propias vivencias, puesto que actualmente estoy escribiendo un libro de relatos que versa sobre ellas y que espero los lectores de La Voz puedan leerlo en su día.
Para finalizar, diré que el encabezamiento de este artículo son las palabras que mi madre, mujer de gran sentido común, acostumbraba a pronunciar en su catalán natal (¨Més val creure-ho, que anar a veure-ho¨), cuando escuchaba las excelencias que venían contando los viajeros a su regreso. Ella lo tenía claro: el viajar integra en sí mismo placer y adversidades, y esta desalentadora frase, por sí sola, lo desmitifica.
Y no estaba falta de razón; yo, que no concibo la vida sin viajar, paradójicamente escribo estas líneas postrado en la cama de mi autocaravana, afectado por un virus estomacal que espero amaine pronto para poder proseguir mi regreso a casa desde Ponferrada, tras haber recorrido el norte de España.
Viajar, en definitiva, es una actitud, como todo en la vida. Por ello, y a pesar de todo, siempre seguiré siendo un acérrimo defensor de este arte de conocer el mundo que es viajar